En cambio, yo disfruté del viaje desde que me senté en la butaca clase turista, al lado de la ventanilla, para ver Buenos Aires desde arriba, en ese día magnífico de marzo en que comenzaba la aventura más inimaginada y fantástica de mi vida hasta entonces. Mi padre, que nada me negaba y financiaba la aventura Polvani como regalo de cumpleaños, había quedado en casa con Aníbal, solitos los hombres de mi vida y de la mi madre. No cuento a Roberto, con el que todavía estaba de novia. La excitación que me producía la idea de cruzar el Atlántico era insoportable y parloteaba incesantemente sobre las maravillas que íbamos a ver y anotaba todas las impresiones en mi cuaderno de viaje. A pesar del tranquilizante, mamá sufría con cada pequeña turbulencia. Lourdes casi no probó bocado y me desayuné, almorcé y merendé sus porciones con la voracidad que me distingue. Sé que me dormí porque al abrir los ojos ya era de día otra vez y por la ventanilla del avión, se dibujaba, de un verdor terroso y perfecta como en los mapas, la península ibérica. Madrid nos esperaba con cero grado de temperatura, según el anuncio del piloto. Abrí mi cuaderno y apunté también el dato, nada insignificante cuando se viene del tórrido verano porteño.
Te la pasaste escribiendo el viaje entero, Carmela. No te dormías hasta las dos de la mañana para ponerlo todo, y eso que se levantaban siempre tempranísimo, porque el tiempo era poco para ver tanta cosa en tan veloces cuarenta y cinco días que duró el viaje. Llevabas un enamoramiento literario de Londres, pero hiciste el amor con Paris y no te perdías ocasión de flirtear con el guía guapísimo para rechazarlo indignada cuando se atrevió a invitarte a una copa a su habitación en Florencia. Era obvio eso en vos, que siempre te enamorabas de uno pero amabas a otro y que jugabas a la modernosa liberal cuando sos tan conservadora y anticuada como tu nombre. Lloraste de emoción, o por sorpresa más bien tres veces. Una, frente a un cuadro del Greco, El Entierro del Conde de Orgaz que no esperabas ver en una iglesia, por lo cual te encontró desprevenida; otra, frente a la aparición del David, descomunal, al final de una sala en la que te deslizaste por una puerta lateral, curioseando no más, sin saber que allí estaría. Y la tercera, a mares, con hipos de niña perdida, a la salida de un lugar al que no esperabas ir ni tampoco encontrar lo que encontraste.
Carmela lloraba ante las emociones, estéticas o no, que la pillaban por sorpresa. Los ojos siempre se le humedecían un poco en el cine o mirando las noticias, pero lo que se dice llorar, no la he visto llorar jamás frente a lo que para ella era previsible. Y casi todo era para ella derivable. Únicamente lo fortuito le imponía un latigazo de desconcierto que la descontrolaba.
Es mentira, Carmela. No tenés el más mínimo pudor para el llanto y te hacés todavía más lejana. Tal vez porque te gusta mostrarte misteriosa y leíste una vez que el país de las lágrimas es tan misterioso! Llorás por cada tontera, hija mía, que cuando de verdad necesites de las lágrimas, te las habrás gastado todas. Y como no se puede sino llorar frente a ciertas cosas, llorarás por otro lado. No desperdicies ahora tanta agua, que sos todavía tan joven, a pesar de esos ojos de mujer antigua que te puso la naturaleza en la cara. Es desconcertante esa mirada de veterana de guerra que tenés a los veinte años, nena. Qué ojos vas a tener para después de las batallas, entonces?
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