Ema, Elisa y León eran un trío inseparable. Llegaban siempre juntos y en ese orden recorrían con soltura el camino de entrada a mi casa.
Elisa y León eran matrimonio y Ema, hermana de Elisa. Todos eran viejos. León, salvo por su aspecto extemporáneamente atlético, lucía una vejez convencional: calvo, sordo, robusto y, cuando reía, le brillaba una corona de oro en alguno de los molares. Ema y Elisa eran distinguidas y vestían siempre impecables trajes en colores pastel. Al verlas, una podía imaginar una belleza antigua en sus rostros finos y ojos muy azules. Elisa tenía el gesto que deja una vida feliz. Era dócil y risueña y acataba con sumisión resignada el carácter autoritario de Ema, ceño fruncido siempre.
Habían sido muy bonitas las dos, según mi abuela. Y asombrosamente cultos, los tres. León era francés y décadas de vida en Argentina no habían vulnerado el hábito de su lengua materna ni la sana costumbre de caminar muchas cuadras cada día.
Creo que la amiga de mi abuela era Ema. Los otros asumieron esa amistad por parentesco, del mismo modo que se sumaron a la vida acomodada de Ema.Vivían juntos en un piso en Belgrano y tenían una casa quinta enorme sobre la Avenida Libertador, en Martínez, herencia del marido al que Ema nunca amó. Me casaron, dicen que decía, y uno podía suponer que su belleza rubia y delicada había sido el anzuelo para el cincuentón millonario que nunca pudo resignarse a no ser amado y que encontró la forma de vengarse de tanto desamor al quedar postrado. Pobre Ema, decía mi abuela cuando ella no estaba, claro. Y contaba cómo ella había querido divorciarse, pero que un tío mío, sacerdote, le rogó que no lo hiciera, que si no continuaba por amor, que al menos lo hiciera por caridad. Y Ema se aguantó años de penurias, ironías y malos tratos hasta que el hombre murió dejándole una fortuna y el alma definitivamente agriada..
Elisa, mucho más delgada que su hermana, era terriblemente divertida. Tenía una paciencia infinita para la audición imposible de León. Y era la encargada de abrir su cartera de cuero claro y extraer la bolsa de caramelos Sugus, la mayoría de menta, para nuestro disgusto. Se reía viéndonos repartir los azules y amarillos que pudiéramos rescatar de entre tantos verdes
Veraneaban en Mar del Plata, en una casa cercana a la iglesia de Stella Maris. No iban a la playa jamás, pero nos visitaban a menudo en el apartamento que mis padres tenían sobre la avenida Independencia. León se sentaba muy derecho, siempre con esa sonrisa ausente de los sordos, ignorando completamente las alabanzas que Ema y Elisa hacían de su enorme resistencia física.
Porque desde siempre, León había sido un gran caminador. E insistían en que el secreto de su longevidad estaba en sus caminatas diarias.
El último verano de su vida, había alcanzado las noventa cuadras de ida y de vuelta hasta el Faro.
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