Vericueto : Lugar o sitio áspero, alto y quebrado, por donde no se puede andar sino con dificultad.
Decir: Manifestar con palabras el pensamiento.

Bienvenidos a mi nuevo intento, el último quizás, de contar esta historia. Esto es un laboratorio de escritura, que quede claro. Publico según escribo, sin revisión ni corrección, con lo cual no es improbable que haya contradicciones o incongruencias, idas y vueltas, en fin, como en la vida.

lunes, 3 de mayo de 2010

Vericueto 12: conjuros.

Carmela estaba inexplicablemente triste en esa tarde gloriosa de otoño. Sufría ese fondo de melancolía de que solía hablar su padre. Todo a su alrededor vibraba, el ajetreo de las gentes entrando y saliendo de los comercios, el paso de los autos, los niños en la plaza que jugaban con esa intensidad que tiene algo de eterno, el cielo magníficamente azul que se recortaba entre las ramas de los árboles. Sin embargo, no se sentía integrada a ese derroche de vida y movimiento. La amenaza incierta de ese dolor en la espalda, un dolor que se repetía desde hacía demasiado tiempo como para poder ser ignorado, la ponía un poco al margen de la fiesta. Vio un magnífico tapado gris en una vidriera. Hacía dos inviernos que no reponía nada de su guardarropas. Tenía un abrigo negro de buena calidad, neutro, que iba con todo, y que casi no usaba, así que en realidad no necesitaba otro. Se encontró, sin embargo, dentro de la boutique. En qué momento había entrado y qué palabras intercambió con la vendedora que la miraba de atrás, mientras ellas se abotonaba el tapado frente al enorme espejo, lo bien que le quedaba.
Entonces, abrió el bolso, sacó la tarjeta de crédito y se la entregó a la vendedora. 

Hoy me compré otro tapado que me sobrevivirá.

Resulta que hay un día incierto en el que la muerte, eso que le pasa a los demás, deja de ser una posibilidad y se vuelve para uno una certeza de cualquiera de estos días. La conciencia se le despierta a uno en un instante muy puntual, azaroso, a propósito de ese dolorcito recurrrente en la espalda que hace quince días no estaba, por ejemplo, o porque sí no más. Uno tuvo toda la vida para fantasear qué sería lo que se lo llevaría de este mundo, y ahora, lleva bajo el brazo el sobre enorme con los resultados de los estudios médicos que le hicieron hacer a causa del dolorcito. Entonces piensa que tal vez esté llevando la información clasificada del cómo y porqué que develarán la incógnita. Busca el tranquilizante de pensar en el futuro, un viaje, un curso, una visita, un plan cualquiera, y de pronto, algún muro se alzó que impide imaginarlo. Mira el calendario en la mente y busca una fecha a tantos años adelante, pero no puede pensarse ese día porque es altamente improbable que uno esté ahí entonces. Contabiliza al voleo la cantidad enorme de lugares que ya no visitará, de cosas que nunca alcanzará a aprender, de objetivos absurdos para uno y tan posibles  para otros. Repasa rápidamente los cincuenta años que lleva vividos y se da cuenta de que ya asistió a demasiados entierrros como para que uno de estos días no le toque el propio. Se hace entonces falsas promesas de que a partir de ahora se cuidará mejor, que no comerá tantas grasas, que dejará el cigarro y el alcohol para siempre y se anotará en el gimnasio. Es porcentualmente variable la posibilidad de que muramos de cáncer o por accidente cerebrovascular o estrellados en una carretera. Son solamente maneras de lo irremediable y costaría elegir la forma, si se nos diera la oportunidad. Porque ni siquiera morir durante el sueño resultaría atractivo cada noche que fuera uno a acostarse. 
Un accidente acaso mata, se dijo Carmela, también una enfermedad y hasta un disgusto pueden matar, pero lo que indudablemente mata es vivir. A esta altura de la historia humana deberíamos tomar el asunto con más naturalidad, caramba. Por qué nos resistimos tanto a morir, si desde el vamos sabemos que es el precio que se paga por haber vivido. El primer berrido que echamos es la protesta ante ese contrato injusto. Pero aunque la vida sea una fiesta hostil, no queremos que acabe y, en medio de ella, la muerte parece un error lamentable, algo que no debería suceder, porque nadie en su sano juicio la desea como no sea para escapar de algo que se considera todavía peor. 

Carmela pensó entonces que cada impulso, cada intento, cada elección, todos los actos cotidianos con los que nos afirmamos en la vida, pintar, tomar un crédito, aprender algo nuevo, enamorarnos... no son más que conjuros, maneras tontas de protestar lo inevitable, como ese tapado gris, bello e inútil, que llevaba en el bolso de cartón blanco con el logo de la boutique carísima.