Vericueto : Lugar o sitio áspero, alto y quebrado, por donde no se puede andar sino con dificultad.
Decir: Manifestar con palabras el pensamiento.

Bienvenidos a mi nuevo intento, el último quizás, de contar esta historia. Esto es un laboratorio de escritura, que quede claro. Publico según escribo, sin revisión ni corrección, con lo cual no es improbable que haya contradicciones o incongruencias, idas y vueltas, en fin, como en la vida.

jueves, 12 de mayo de 2011

Vericueto 23: del diario de Carmela.

13 de septiembre.



No estudié nada y me hicieron pelota en el parcial. Se cumplió la ley causa-efecto sin inconvenientes.
Voy a recuperatorio la semana que viene y la verdad es que me importa un belín.

Es que esa noche, a mamá le dio un sofoco de esos, y terminamos en el hospital hasta la madrugada. Mientras la atendían para sacarle el agua de los pulmones, me quedé en la sala de espera, al lado de papá, -que parece ya tan habituado a estas corridas que ni siquiera se inmuta-, pensando fuerte en los viejos tiempos. Hago eso como cábala. Pienso en el pasado bueno a ver si el presente se contagia un poco.

Eran tiempos maravillosos. Éramos tan felices. Y no lo sabíamos. La felicidad, parece, es algo que irremediablemente no se conoce hasta que se lo pierde. Mi abuela tiene un dicho remanido para esto (todos, en mi familia, tienen dichos) “ Todo tiempo pasado fue mejor”. Un poco vago para mi gusto. Mi tío tiene otra frase, menos popular, más culta, que según él pertenece a Dante. “Nada es tan terrible como recordar los tiempos de dicha en medio del infortunio”. Esto suena más carnal.

Mi tío dice que la felicidad no es algo sustancial, que la felicidad es sólo un efecto. Y que ahí está la confusión de los que la buscan como si fuera algo concreto. Lo que se busca, dice, es un Bien. Así, con mayúscula, dice mi tío. Un Bien determinado, con nombre propio. Y que de la posesión de ese Bien procede el sentimiento de felicidad. Mi tío dice cosas muy razonables desde el sillón del living. Pero poco implementables a la hora de vivir. A mí me parece que ninguna posesión de ningún bien puede darte felicidad. Aunque claro, que mamá se curara de repente sería un Bien magnífico que nos daría enorme felicidad. Pero, visto lo que es la vida, no creo que durara demasiado tampoco.

Cuando uno es feliz no se lo pregunta. Ahora me doy cuenta. Había algo de ignorancia en esa felicidad de los buenos tiempos. Creo que éramos felices solo porque no sabíamos que lo éramos.

Según mi idea práctica del asunto, la felicidad es algo tan huidizo y sagrado, tan no-me-toques-que-me-voy, que necesariamente debe ignorarse. Es como si para estar bien, uno debiera vivir en puntas de pie. Casi sin moverse. Se ahorran problemas así. Tal vez no se viva intensamente como pregonan las publicidades de la felicidad. Como dice mi viejo que decía Pascal, “la mayoría de los problemas que le vienen al hombre es por no saber quedarse tranquilo dentro de su casa”. Esto me hace pensar que entonces, uno no tiene que salir a la calle. Sirve claro, para ahorrarse la posibilidad de que te atropelle un colectivo o que te asalten a la salida del banco. Sirve para evitar hacerse de potenciales enemigos, amores catastróficos, trabajos insalubres. Uno se queda en su casa, mirándose envejecer en el espejo y no tendrá una vida divertida, pero tampoco se ganará problemas. Está clarísimo.

Pero a mi vieja la enfermedad le nació de adentro. Ella no salió a buscarla por ahí. Mamá siempre fue una mujer sana, prudente para todo, sin malos hábitos, extremadamente cuidadosa con la comida, con el frío, con el calor, en fin. Un poco hincha, la verdad. Será la excepción que hace a la regla. Aunque mi tía Rita insista con que le vino de alguna cosa que vivió en la infancia o de un “mandato” de quién sabe quién o quién sabe qué. Ya leí eso en alguna otra parte, sí. Eso de que uno puede enfermarse de los riñones de puro hacerse malasangre por los problemas económicos. O de cáncer de garganta por haberse callado alguna cosa importante. O de una peste de éstas, tan de moda, que llaman autoinmunes, porque inconcientemente uno se autoagrede por alguna razón soterrada. No solo tenés que aguantarte la enfermedad, sino que encima, sos responsable de haberte enfermado. Te la buscaste por callarte, por preocuparte, por esconderte de tu falta. Por tu negación, por tu indiferencia, por tu culpa. Por idiota.

Conclusión: si uno se lleva por Pascal y por mi tía Rita, para vivir mucho tiempo tiene que convertirse en algo así como un vegetal. Y se morirá de todas maneras.

Voy a llamar a Marcelo a ver si quiere salir esta noche.

martes, 10 de mayo de 2011

Vericueto 22: Del diario de Carmela



11 de septiembre de 1980 –noche-

Sigo con este asunto, porque estoy descubriendo que curiosamente me descansa algo hablar del cansancio.

Hablar de lo que molesta: terapia psicoanalítica pura, diría mi tía, la mujer de mi tío filósofo, Rita. Ella vive de analista en analista desde hace no sé cuántos años. Papá dice que sigue loca (y eso que es su hermana), pero ella asegura que estaría mucho más loca si no fuera por todo el análisis que hizo.

Yo creo que nadie puede saber eso. Quiero decir, asegurar que mi tía estaría peor si no se hubiera tratado. Me parece que no tiene ningún sentido ese contraargumento. Bueno, suena a buen retruque, pero no es válido, quiero decir. Lo que hubiera sido no fue, así que no podemos saber lo que habría provocado. No tiene lógica. Es casi como un argumento de fe. No sé si me explico…


Sin embargo este pluscuamperfecto se usa mucho para más-que-perfeccionar lo que nunca sucedió, con la idea de reforzar la validez de lo que sí sucedió. Es más defensivo que invectivo y de una defensa que se escuda en lo incomprobable, algo sospechosamente axiomático. Fantaseos, bah.
De la misma manera contestó mi profesor de catequesis de secundaria cuando Inés le preguntó cómo era posible que el mundo siguiera tan mal si Jesús había venido. Y él sonrió con esa cara de elevación que ponía cuando estaba por decir algo misterioso y respondió: “Preguntate más bien cómo estaría el mundo si Jesús no hubiera venido”. Lo cual, recuerdo, me sonó doblemente inútil porque, además de entrar en el argumento de lo-que-hubiera- pasado-si-no, el profesor había respondido una pregunta con otra especie de pregunta. Y eso es, según mi tío, retórica pura, algo que para él, contradiciendo a mi actual profesor de Oratoria, es sinónimo de palabrerío inútil…

Toda esta disertación me ha costado muchísimo, me cansó y ahora me suena, también, perfectamente inútil.
Es lo que pasa cuando uno hila fino, dice Meme. “Te sale un hilo tan fino que se enreda con solo mirarlo”.

Dejo aquí porque tengo que estudiar para un parcial de Historia Contemporánea. Pero no me parece que vaya a poder concentrarme en las guerras del siglo XX. Si estudiar esto derivara en el descubrimiento de una especie de profilaxis, es decir, si sirviera para encontrar la forma de que no haya nuevas guerras, vaya y pase. Pero parece que la historia no funciona así. Prefiero ponerme a hacer algo también inútil pero que al menos me gusta: pensar en Marcelo. Me voy a tirar en la cama un rato y me voy a poner a imaginar cosas con él, cosas lindas, claro. Para eso tengo veinte años, dice mamá. Para imaginarme la vida como a mí me gustaría que fuera. Tiene más sentido imaginar lo que “sería si” que preguntarse lo que hubiera sido si no.

lunes, 9 de mayo de 2011

Carta de amor de Carmela.


                                                            Todas las parcelas de mi vida tienen algo tuyo.
                                                                                                            Mario Benedetti

Se me ocurre algo que te sonará difícil, quizás. O no tan difícil, pero sí muy grave.

Sos todo el amor.

Y cuando digo esto no me refiero al amor que sos, sin duda alguna, ahora:  amor intenso y un poco delirante, amor casi de cataclismo que vence o desdibuja geografías. Amor algo despistado en el tiempo también, porque se dio de esta forma, a esta altura de la vida. No sos solo este amor, amor dorado, maduro u otoñal (diría alguno por convención cronológica) No, sos mucho más que eso.

Sos, literalmente, todo el amor.
Todo el amor que he sentido en mi vida entera.
El amor de todos los territorios de mi tiempo.
De mis antiguos territorios, esos que no conoció el hombre que sos hoy, pero en los que ya te amaba.
Solo así puede darse que seas realmente el amor de mi vida, digamos.
No sé si me entendés.

El amor no se cuantifica como el peso de unas naranjas. Sos el amor de mi vida, pero no porque antes yo haya amado de “mentirita” o menos de lo que te quiero a vos. Sino porque, de algún modo, vos ya estabas en todos mis amores, en los que marcaron mi existencia y también en los que apenas la rozaron.

Y este desconcertante descubrimiento lo tuve anoche, mientras pasaba, distraída, las hojas de un libro y pensaba en todo lo que te quiero. Me vino esta idea, por sorpresa, a modo de iluminación, te diré, porque así nos llegan las verdades que nos cambian para siempre: de golpe y como rayo.

No sé. Quizás suene demasiado elaborado esto de que sos todo el amor.
Pero te lo explico, a ver si puedo.

Estabas ya en el amor de mi infancia, de cuando era una niña que dibujaba historietas en las que príncipes azules batallaban dragones solo por hacerse acreedores al amor de sus princesas doradas.
Niña que tenía miedo por las noches si las puertas de los roperos quedaban entreabiertas y que era un poco rara para sus amigas, porque le gustaba más Chopin que The Mamas and the Papas.
Niña enamorada del vecinito de enfrente que ni siquiera la miraba y también de un actor de rostro perfecto cuya imagen, recortada de una revista de moda, tenía pegada en la cabecera de su cama;  y lo contemplaba hasta que se dormía y confundía su rostro con el de su vecinito y el de su ángel custodio, quédate conmigo toda la noche, no me dejes.

Ahí estabas, sin duda: en el príncipe imaginado con la música de Chopin, en el vecinito indiferente, en el actor de papel y en el ángel de la guarda.

También, debes de haber estado en el primer amor que tuve en mi adolescencia, “único e inolvidable” como todos los amores primeros. El amor de las miraditas a la salida del colegio o en la misa de ocho los domingos. El amor que te hormiguea en el estómago y te hace saltar de la silla al primer ring del teléfono que nunca suena para vos, qué esperanza tonta. El amor del primer beso que nunca es tan lindo como te lo imaginaste. El amor del primer temblor del cuerpo, que siempre nos pesca desprevenidos y nos mantiene entre el deleite y la culpa, porque no sabemos si está bien eso y si habrá que confesárselo al cura, pero cómo se lo digo y ¿si me voy al infierno por esto?

Incluso estabas en mi amor “universitario”, ése que creció al ritmo de los gustos comunes y en los encuentros en grupo de amigos. Un amor con discusiones sobre política, religión y un mundo mejor, en un café a deshora, leyendo a Dostoievsky  y a Cortázar y descubriendo que el saxo es un instrumento mágico en las manos de Fausto Papetti. Un amor que quería ser intelectual y profundo. Pero solo logró ser un poco angustiante, de puro idealista e imposible que era, porque la vida real no pasa por ahí, hija mía, y con qué se van a mantener, que la bohemia está bien para las películas en las que además todo termina mal, sabes.

Estuviste también en los amores de interín, sí.
(Bueno, estás, en realidad, porque todo esto se debe conjugar en ese presente histórico con que se narran las grandes batallas en los libros)
Estás, te decía, también en los amores “entremeses”. Porque hubo tantos “amorcillos”  de ensayo. Pero, en todos, buscaba ese amor ideal y soñado en silencio.  Fueron amores efímeros, que nunca alcanzaron a ser ése, tan deseado a puertas cerradas del resto del mundo, ese amor que inspira poesías, novelas y cine, y que no parece posible en la vida real. Y, sin embargo, las vísceras del cuerpo y del alma lo reclaman a gritos y lo exigen, como si encontrarlo fuera sustancial para que la vida tenga sentido.

Sos todo el amor y por eso estás en todos los amores, soñados y reales, pasajeros y definitivos.

Ah entonces! Sé que estuviste también en el amor de mi juventud llena de proyectos! Amor de las “construcciones”: la profesión, el trabajo, el matrimonio, la casa, los hijos.  Amor  burgués, sí, pero no por eso menos profundamente erótico y fértil.
Amor de aprender cómo hay que amar: con total entrega, virtudes y defectos, en las buenas y en las malas, respetando firmemente las promesas.
Amor que me fue puliendo y limando las asperezas para que fuera posible “calzar” con el otro.
Amor en el que la solidez  -ganada en base a distanciamientos y reconciliaciones, a pruebas, a logros y fracasos- fue edificando la seguridad, la fortaleza y la madurez afectiva de la mujer que soy hoy.

Estás, sin duda alguna, en todos los amores de todos mis tiempos.
Y todos mis tiempos y sus territorios se han renovado, ahora que vos estuviste en ellos.

Porque con tu amor de hoy, vos reescribís mi infancia, mi adolescencia, mi juventud. Las renovás, las rearmás, les suavizas la angustia, la soledad, la desesperanza que pudieron haberlas poblado tantas veces. Y al mismo tiempo, rescatas también la fuerza primera de todas mis alegrías pasadas y me las devolvés, limpitas de tiempo.

Te amo, finalmente, lo sé, (aunque suene algo pomposo) en todos los rostros de hombres maravillosos y discretos que quise y quiero. Te digo más: si vos te fueras un día, también estarás en los que querré.

Y esto es muy fuerte, sabes, porque te convierte en el amor de mi vida, porque pone tu nombre en todos los nombres, porque es abarcable en tu piel que lo define, y cósmico, en la mutiplicidad de todo lo que contiene.

El amor de una vida.

La clase de amor que justifica toda una existencia.