Vericueto : Lugar o sitio áspero, alto y quebrado, por donde no se puede andar sino con dificultad.
Decir: Manifestar con palabras el pensamiento.

Bienvenidos a mi nuevo intento, el último quizás, de contar esta historia. Esto es un laboratorio de escritura, que quede claro. Publico según escribo, sin revisión ni corrección, con lo cual no es improbable que haya contradicciones o incongruencias, idas y vueltas, en fin, como en la vida.

lunes, 12 de abril de 2010

Vericueto 7: los sueños

La primera parte del secreto tiene que ver con una especie de pesadilla que Carmela decía tener a menudo. No era un sueño exactamente, pero así lo definía, como un sueño. Carmela soñaba que dormía y era desesperante porque la sensación de lucidez era tan vívida que deseaba despertarse a sí misma. Veía su escritorio, la silla, el cuadro que colgaba del muro, la alfombrita azul y sus pantuflas. Oía la voz de su abuela, que vivía con ellos por ese entonces, rezando en la habitación de al lado. Todo era tan real como si estuviera despierta, pero ella no podía moverse, se veía el brazo inerte a lo largo del torso y el montículo de la manta ocultando sus pies al final de la propia cama, y la inmovilidad completa de su propio cuerpo. Veía todo eso y no lograba avisarse a sí misma que no era lógico estar así cuando estaba despierta. Lo peor es que no alcanzaba nunca a verse entera, en esa posición horizontal y paralítica de la pesadilla. Sabía que estaba allí, pero no se veía y, entonces, no estaba segura de ser. El esfuerzo por despertarse era tan herculeo que le mezquinaba el aire, sentía se ahogaba, gritaba para que alguien viniera a moverla, pero nadie venía porque la voz no salía de su garganta dormida, hasta que, en una especie de golpe repentino, lograba reincoporarse y abría los ojos, agitada y sudorosa, por el pánico de haberse creído muerta.


Esa pesadilla era relativamente frecuente en la adolescencia, tiempo en el que se reiteraban otros sueños más amables aunque también algo bizarros y que ella relataba con delicia en todos sus detalles. El de los dientes que se le pudrían dentro de la boca, se le desprendían de las encías y ella los escupía indefinidamente. Un sueño bastante común ése. El otro, el de que estaba parada en un patio de mármol, con las manos atadas en la espalda, frente a un pelotón de fusilamiento que hacía fuego y ella se sentía caer, sin dolor, sabiendo que se moría.
Había uno que recuerdo que me encantó, el de la chica vestida de azul que corría por una pradera de un verde cegador. Ese sueño se le repitió solo una vez, según ella, pero era bastante más largo que los otros.


Yo estaba sentada junto a una ventana, dentro de una especie de cabaña, me parece, y entraba un hombre alto, no muy joven, de pelo largo y oscuro anudado en una cola de caballo, vestido con una chaqueta y botas de cuero. Era alguien conocido para mí en el sueño, entraba y me miraba muy fijo con unos ojos muy azules. Los ojos se le destacaban mucho en el rostro moreno. Era una mirada muy tierna, como doliente, y me conmovía, pero también me amenazaba, como si hubiera venido a violarme o a matarme. Entonces, yo sentía que debía huir y salía corriendo por la puerta. Corría y corría por un parque muy verde. Había árboles algo lejos, como un bosque, y yo veía mis pies debajo de un vestido azul algo pesado que no me dejaba correr libremente, corría largo rato hasta que aparecía otra casa, con una puerta que yo abría precipitadamente para refugiarme ahí. Cerraba bien la puerta y, aliviada, me daba la vuelta. Entonces, me veía en un espejo de esos enormes, espejo de pie con marco de madera, creo. O quizás esto lo invento, lo del marco, pero era sí un espejo porque yo me veía. Y no era yo. No era yo! Era otra mujer la que veía, pequeña, bastante bonita, de pelo oscuro y rostro muy blanco, vestida sí con el mismo vestido azul. Era rarísimo verme en el espejo y ver a otra mujer, pero no sentía impresión ni miedo en el sueño. Lo mejor de ese sueño son los colores tan nítidos.
Y el viejo ése, te perseguía?
No sé. Creo que sí, creo que me perseguía al principio pero después, no. Después yo lograba evadirlo. No sé por qué corría yo, en realidad, porque el hombre ése me atraía mucho. Los ojos ésos, tan acuosos y tristes. Y no era viejo. Era como de cuarenta y pico, y yo, en el espejo tampoco parecía muy joven.


Una vez leí en un libro de Kundera, una frase que copio ahora, aunque no sé si es textual porque no la recuerdo de memoria. “Soledad: dulce ausencia de miradas”. Maravillosa definición. La mirada de los demás nos corporiza, nos actualiza o nos da existencia. Si nadie te mira es como que no sos del todo. Pero no alcanza con que te miren de pasada no más, por supuesto. Tienen que mirarte y, al hacerlo, distinguirte, claro. Una mirada que no ve no sirve. Un par de ojos se detiene en los tuyos una fracción de segundo más de lo prudente y es como que te hace renacer para alguien. Entonces, tu ser se corrobora y se afirma. La mirada toca, es el tacto primordial, ineludible antesala del decir. No se puede nombrar lo que no se ve de alguna manera. Las cosas existen porque alguien las ve. Por eso, creo ahora, que yo pintaba pupilas.

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