Cómo empezó la historia es lo que la gente que la sabe (los amigos) me dice que debo escribir. No sé si pueda, porque ahora estoy muy ocupada viviendo y se sabe que vivir es lo exactamente opuesto a escribir. Siempre es preferible la vida -aunque sea también contingente- , sin contar con que ninguna historia empieza o termina nunca. Ni siquiera con el nacimiento o la muerte. Hay infinidad de cosas que suceden antes o después y que competen absolutamente. Todas las historias son un continuum al que le recortamos un trocito. Salvo los cuentos de hadas con esa magia del había una vez incierto, al que nada antecede, y la delicia de un colorín-colorado que realmente acaba el cuento. Ese tiempo primordial, necesariamente atemporal, de los cuentos de hadas nada tiene que ver con este tiempo histórico de puras contigencias.
Hablando de contingencias, esta cuestión de que todo lo sea, me abruma siempre. Me pregunto de dónde nos nace esta necesidad de permanencia cuando no hay sino fluir en todo. No conocemos sino el transcurrir y nos obsesionamos por enraizarnos. Hacemos lo que sea para conjurar la muerte: nos enamoramos, tenemos hijos, plantamos árboles, escribimos, pintamos cuadros también.
Hubo un tiempo en que yo pintaba y me gustaba hacerlo. Después, la vida me invadió y ya no tuve tiempo de buscar colores para pintar lo que imaginaba. Hoy tengo tiempo, aunque ya no le encuentro mucho sentido a seguir pintando lo que veía en mi mente cuando ya vi lo que quería ver fuera de ella. Por eso algo tengo que hacer con esto que he visto. Y no se me ocurre otra cosa que contarlo. Por eso, quizás, porque el remordimiento de no pintar se ha vuelto demasiado intenso es que seguiré viviendo mientras Carmela vive mi historia y yo la miro vivirla. O mejor, te miro Carmela, porque es necesario que esté yo muy cerca, lo suficiente como para que no te me desbordes y te creas que sos alguien diferente de mí. Solo así, tal vez, te deje andar sola.
Escribes ahora en una Mac que tienes sobre una cómoda alta en tu habitación. Tu habitación aquí es también algo para contar. Tú vivías mal en una casa grande y ahora vives bien en una muy pequeña. Miras por la ventanita que te muestra el cielo tajeado de nubes amarillentas y ves las palomas grises que te arrullan a toda hora y ensucian tu tejado también gris . Abres la ventana para espantarlas y verlas volar. Entonces el recorte de Paris que te mira desde fuera vuelve a emocionarte. Sí que es bella esa ciudad ajena. Un poco tuya ahora que vives ahí. O quizás desde mucho antes de que llegaras. Porque esta historia, Carmela, empieza quién sabe cuándo.
-Todavía no empiezo y ya estoy agotada.
La has contado tantas veces que ahora, que te pones a escribirla, empiezas ya con algún hartazgo. Además, es una historia oral, como todas las buenas historias. Pierde encanto si la pones por escrito.
La letra rubrica, paraliza, encajona, mata.
-Pero voy a escribirla. Escribiré la historia de un amor imposible, como todos los amores importantes. O mejor, la historia de un pálpito de amor.
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