Vericueto : Lugar o sitio áspero, alto y quebrado, por donde no se puede andar sino con dificultad.
Decir: Manifestar con palabras el pensamiento.

Bienvenidos a mi nuevo intento, el último quizás, de contar esta historia. Esto es un laboratorio de escritura, que quede claro. Publico según escribo, sin revisión ni corrección, con lo cual no es improbable que haya contradicciones o incongruencias, idas y vueltas, en fin, como en la vida.

martes, 7 de septiembre de 2010

Vericueto 18: Iniciación







Escribo en mi cuarto de hoy, en una Mac pequeña y blanca. Cuatro dormitorios más habité, en distintas casas, desde aquél que me esforcé tanto en decorar a mi gusto.
La memoria de aquel tiempo inocente me parece ajena y, sin embargo, sé que son míos esos recuerdos, imágenes de la “yo burguesa” que alguna vez fui, antes de la yo trabajo, yo lamento, yo heroina, yo enfermera, yo... Tantos yo en una misma existencia es esquizofrénico, admito. La miro a través del recuerdo y me pregunto si ella ya sabría lo que vendría después. Creo que sí. Intuía de algún modo eso de que venimos a sufrir y se preguntaba cuándo le tocaría y bajo qué forma. No era posible que todo fuera tan armonioso, tan disneylandia en su vida. Una hija sana y bella que ya cumplía dos años y otro más, de camino, acaso un varón. Aquí decimos “un varón” y no un “niño”, o “una mujer”, pero no una “niña” porque eso suena raro. Decir un “nene” es de otro estrato social; o una “chancleta”, se lo dice en broma. Pavadas que asumimos. Como esa de no decir “coche” sino “auto”, o evitar religiosamente tachar algo de “rojo” cuando la convención de este pequeño planeta estúpido es calificarlo de “colorado”.

La luz era buena y llegaba desde un único ventanal que miraba al este. Eso fue lo que Carmela vio en la casa. No le importó que no tuviera mucho jardín. Había sido varias veces refaccionada, era evidente. De la construcción original, solo quedaban los muros de la planta baja y esos baldosones coloniales del salón que le parecieron maravillosos. También las ventanas, más altas que anchas, con vitrales. Los baños estaban bien, también la cocina y los dormitorios de la segunda planta eran amplios. Parecía perfecta. Sobre todo, ese cuarto inmenso en que había sido convertido el ático al elevar los techos, ideal para salón de juegos, ideal también para poner su atelier. 
Eduardo estuvo de acuerdo, a regañadientes. No le gustaba demasiado el barrio. El había vivido toda la vida en pisos, en la capital y venirse a una casa de las afueras, en Lomas nada menos, lo deprimía un poco. Tendría que viajar a diario hasta la capital por su trabajo y, en las horas pico, la Panamericana era un calvario. 
En fin, que compraron la casa. Con el tiempo, sonoramente la apodarían el castillo, por los vitrales de las ventanas y por el muro redondo que rodeaba la escalera principal, abarcando las tres plantas. Desde el exterior,  tenía un aspecto de torre del homenaje, como los castillos de verdad. Y allí comerían perdices, para rimar con la felicidad que no sabían que tenían. Porque, cuando uno es joven y feliz, le parece natural y no anda reflexionando sobre el asunto. 
Pero, en la cima alcanzada sin demasiado esfuerzo, la pérdida de ese embarazo fue para Carmela el traspié que hizo desprender la primera piedra real. Ella, desgarrada, la contempló perderse en el abismo. 

Cursaba ya el quinto mes cuando empezaron las hemorragias, inexplicables, o no. Tal vez, por aquel viaje para acompañar a Eduardo, en una camioneta sin amortiguación, caminos imposibles de la campiña, a puro pozo y salto. Una inconsciencia, claro, que siguió a la discusión del nunca-vienes-conmigo, del eso- no-es-cierto-y-lo-sabes. Odió el enojo y el portazo de Eduardo ofendido, pero corrió por las escaleras para detenerlo y volver a ser complaciente con él, que sí te acompaño, no te pongas así, en diez minutos estoy lista. Torpezas de juventud.
Así pudo haber comenzado, claro, el dolor que la llevó a guardar cama inútilmente durante unos días y, después, a la internación de urgencia una noche, para luego ver, en la ecografía, que no, que felizmente estaba bien, que viera, señora, cómo se chupaba el dedito el bebé, un varoncito. 
Ahí decidí que se llamaría Francisco. 
Carmela manchaba las sábanas y la cambiaban cada hora, pero él resistía, a pesar de los espasmos casi insoportables en el vientre. Medicación intravenosa y quietud completa en el espléndido cuarto de la maternidad donde, en otras habitaciones había recién nacidos con sus mamás felices. No recuerda ahora Carmela cuántos días duró aquello. Le traían a Delfina chiquita, para que la viera, pero su hija no quería besarla siquiera, tan feo sería para ella el cuadro de su mamá en una cama, conectada a un goteo de litros de medicamento para retener a Francisco dentro de ella. 

Una mañana, durante el desayuno opíparo que me servían en la clínica, dejé de sentir dolor y pensé que por fin todo estaba bien.

La siguiente escena es la del médico que, en baja voz, viene a explicarle que ya está, que si el embarazo no estuviera tan avanzado, harían sencillamente un raspaje, pero que prefería intentar otro método, provocar un parto. Puñetazo directo dicho con toda la suavidad del mundo. Eso, claro, si conseguían una droga difícil de obtener, porque en Argentina estaba prohibida, por abortiva, lógicamente. Veré si un médico amigo me la puede enviar desde Alemania, pero no esperaremos mucho, por peligro de infección, usted comprende. Y si no, qué? Carmela no entendía o no quería entender. La memoria es esquiva y hasta hoy le confunde las horas y los detalles. Sí recuerda haber visto, por la puerta entreabierta de su habitación a una mujer rubia, con su enorme panza de nueve meses, metiéndose en la habitación de enfrente. Y recuerda haber sentido envidia al verla, o una enorme lástima de sí misma, o las dos cosas, antes de que Eduardo entrara triunfal casi, con un frasquito en la mano.
La había conseguido, entre sus veterinarios amigos, a la droga ésa. Claro que en una dosis para vacas, qué gracioso eso, servirá igual, dijo el médico que 
encontrarían la proporción. Era extraño. Algo estaba pasando a su alrededor, pensó Carmela, que nada tenía que ver con ella.
Otro día entero de goteo, pero ahora para expulsar, para abrir la salida a lo que está adentro pudriéndose ahora. Su cuerpo, que se resiste a la entrega, y todos los dolores que se confunden en uno solo. Piensa en la mujer del cuarto de al lado, en si ya habrá tenido a su bebé. Le pregunta por ella a la enfermera que entró a tomarle la temperatura. 
-No habrá bebe ahí- balbuceó la mujer sin mirarla–. Es patológico, por malformación.
Carmela piensa que esa mujer esperó nueve meses para esto mismo que ella, y llora entonces con una especie de culpa. Lagrimea mansamente en la cama, con el corazón que se me sale del pecho, no lo oyen? Es normal, señora, la taquicardia es un efecto secundario, pero está todo bajo control. Eduardo está a su lado y le aferra la mano. Delfi está en el jardín maternal, todo está bien. Se deja llevar entonces, siente cómo la suben a una camilla y la trasladan por los pasillos donde todas las puertas tienen colgadas sus cintas, celestes o rosas. 

No recordaré en detalle la truculencia de haber despertado de la anestesia antes de lo esperado, en la misma sala de partos, para ver, entre tinieblas, la bolsa plástica, enorme que contenía lo que de mí había salido y que iría a estudio, para saber el inútil porqué y confirmarme que era Francisco.

Carmela, delgada, larga y anémica, se enervaría con los consuelos convencionales que después le llegaron de afuera.
Me decían las mismas razones que hubiera esgrimido yo, seguramente. Que era triste sí, pero eran cosas que pasaban, normales, que casi todas las mujeres pierden un embarazo alguna vez, que no me angustiara tanto, que viera todas las cosas bonitas que tenía, que yo era tan joven todavía, que la tenía a Delfi, un sueño de chiquita y que pronto tendría otro bebe. Hubo incluso quien se atrevió a comentar resignadamente que así era la vida, para sugerir enseguida que diera gracias a Dios, porque en lugar del embarazo hubiera podido perder a Delfina. El argumento de la tragedia de la que escapaste. Hay gente imbécil en todos lados. No era un embarazo, dejen de llamarlo así, era Francisco.
Carmela se rebeló, no quería palabras que intentaran reconfortarla ni razones que le impidieran entregarse a ese dolor tan suyo y tan legítimo, porque tampoco quería otro hijo, sino ése preciso y único que ya no tendría. 

lunes, 6 de septiembre de 2010

Vericueto 16 (el que faltaba): el último de esos sueños.


Ya no hubo desprendimientos después del último, allá por los años en que Carmela ya estaba casada con Eduardo y esperaba su segundo hijo. Ese que perdió quién sabe por qué, nadie se lo explicó nunca, porque hay razones médicas, pero que no explican lo sustancial de las pérdidas, o sea, por qué hay que perder algo que uno ha cuidado tanto.

Había tenido muchos de esos falsos sueños que la ponían tan nerviosa por no poder controlarlos. Había aprendido a identificar cómo empezaba el asunto: como un cosquilleo en las manos mientras se iba quedando dormida, como si pesara cien kilos, se hundía en el colchón de puro cansada que estaba de correr el día entero con Delfina chiquita, el trabajo, la limpieza de la casa. Aprendió a evitarlos también, apenas empezaban, dándose una vuelta violenta en la cama que rompía el hechizo y alarmaba a Eduardo que grunía por qué demonios tenés que moverte tanto y pegarme patadas, además. Pero aun así, había veces, en que la sensación de hormigueo volvía y muy pronto andaba su cuerpo, supuestamente celeste, dando bocanadas para no despegarse del único cuerpo que a ciencia cierta conocía.

Había consultado el tema y alguna amiga, una que hacía yoga y estaba en esas cuestiones orientaloides que tan difícilmente cuajaban en su planeta aburguesado, le comentó que muy probablemente no era un sueño lo que tenía sino un desprendimiento astral. Y le dio un libro de Shirley McLaine que Carmela interrumpió a la tercera página. Ese abandono de lo que consideraba una soberana estupidez, fue contemporáneo, justamente, a la última pesadilla. Estaba, como dije, embarazada de un hijo que no llegaría a tener, y cómodamente instalada en una bonita casa de tres pisos que nunca terminaba de decorar, con un auto propio en el garaje y un ovejero en el jardín con piscina. Una vida amable y previsible, alejada de la pintura y las disquisiciones intelectuales y cercana al paddle de los fines de semana en un club tan selecto como aburrido.

El mundo exterior, fuera del perímetro del barrio cerrado en que vivía, era un decorado a veces incómodo de contemplar con el que solamente tomaba contacto a través de los libros, donde las miserias y la muerte eran cuestiones que le pasaban a otros, seres todos de ficción parecidos a esos reales que decían habitaban a mil metros del parrillero de su casa. Carmela no miraba la televisión ni leía periódicos, y los cuentos de los pequeños padecimientos ajenos que venían de bocas amigas, todas jóvenes todavía, eran la porción necesaria de amargura para compartir y mitigar el pudor que sentía por tener una vida tan fácil

Después de ese vuelo de cortísimo alcance, en el que Carmela se vio los propios brazos como haces de luz y alcanzó a sentarse en la cama mientras se dejaba seguir durmiendo a las espaldas, qué locura era ésa y qué ese imán en las cervicales que la inmovilizaba y le impedía salirse de sí misma, pero sí cayó de costado al piso alfombrado de su cuarto, cayó es un decir porque ella seguiría en su cama y lo que fuera no pudo darse vuelta y mirarla, pero eso que también era ella, sin duda, vio, debajo de la cama, el papel de caramelo Sugus que habría deslizado seguramente su hijita Delfina; después digo, de esa batalla infructuosa por dejarse ir, a ver qué sucedía, ya no hubo naufragios corporales, desdoblamientos ni asfixias. Había exorcizado su voluntad subconciente de dividirse para observarse, porque bien posicionada estaba ya en la vida real, el espejo le devolvía una imagen conocida y eso le alcanzaba.


domingo, 5 de septiembre de 2010

Vericueto 17: epifanía

Había llovido en Buenos Aires, torrencialmente, la tormenta de Santa Rosa, puntual este año, decía la portada de La Nación en la pantalla. Dato nada banal para ella, por muy lejos que estuviera ahora. Carmela sabe que esa furia del invierno moribundo abrirá otra vez, un tiempo en suspenso. Septiembre, el ombligo del año. Todo lo que pase antes o después es tiempo que fluye, pero septiembre tiene un tránsito peculiar para ella, un espacio en alerta, un tiempo temido.

Abre ahora la ventana al día algo nublado de Paris y expone la cara a la brisa fresca de la mañana. El otoño de este hemisferio se anuncia, es indudable. La calidad de la luz ha declinado y hay un olor a patio de escuela en el aire. Siente alivio. Aquí, septiembre no es el mes de la primavera y solo por eso, por haberse alejado en la geografía, se disuelve en algo el temor supersticioso.
Un cuervo, de esos que abundan en las plazas de la ciudad, destroza con su pico un trocito de alguna cosa sobre un tejado. Maître Corbeau sigue siempre en algún lado. Carmela sonríe y rodea con la mirada el paisaje desde su ventana. 

Todo está en su lugar y yo estoy aquí, en otro septiembre.

Parte de la ceremonia ritual con la que siempre busca exorcizar la inquietud es intentar septiembres más antiguos: los de su infancia. Pero no hay rastros de ellos en su memoria. No había entonces ninguna celebración familiar, ningún aniversario de nada y, salvo el 21, día de la primavera y del estudiante en su país, nada importante revestía ese mes sin feriados nacionales en sus rigurosos treinta días. Septiembre solo fue septiembre mucho después, se dice sin palabras a sí misma y cierra la ventana porque le da un ataque de estornudos y le lloran los ojos, un poco de alergia en el cambio de estación, un leve resfrío o tal vez algo peor, a ver si todavía me pesco una gripe de estas tan terribles que hay ahora.

Quién sabe por qué le pasan estas cosas a Carmela. Tan racional ella siempre y sentir, sin embargo, el espasmo de septiembre cada año desde, ella calcula- especula-, el atentado a las torres gemelas un año; el accidente de Eduardo, al siguiente;  la peor de las internaciones, en otro; su síncope cardíaco, en otro más. “Si paso septiembre, todo está bien”, bromeaba él mirando el almanaque colgado en la cocina. Era la broma con sabor a conjuro, la cábala de todos los años que duró el calvario, decir “hay que pasar septiembre” o “que septiembre pase rápido”, distraerse y despistar a al mes maligno, durante el cual crecía la tensión de estar vigilantes cada día, esperando el anochecer para meterse en la cama, como si eso fuera una pequeña victoria y luego, no dormir sino de a ratos, deseando el amanecer con impaciencia, como si no hubiera otra cosa más importante que hacer más que arrancar una nueva hojita del calendario cada mañana, felices de haber despertado, pero expectantes por lo que ese nuevo día pudiera depararles, intuición de la que no se hablaba abiertamente jamás, como no fuera con esa chanza que Eduardo esgrimía durante el desayuno, con una sonrisa al principio, o desde su cama más tarde, con un hilo de voz, si paso septiembre.

Carmela ejercita con frecuencia, voluntariamente, sus memorias, pero siempre las ve en sepia y conoce la nostalgia buena, la melancolía sin reclamos, la casi satisfacción de propietaria que suelen generarle. Pero desde que Eduardo murió, el último día de un septiembre, todas las imágenes de esos años reflotan con cierta virulencia, sin pedir permiso de evocación y con frescura de recién nacidas. Acusa al noveno mes del año (paradoja, la de llevar ese nombre de sietemesino cuando su ubicación denuncia gestación completa) por ese poder actualizador que le renueva la congoja de lo que no pudo ser. Saltan las lágrimas no lloradas del todo jamás por la misma puerta que les abrió la alergia o el resfrío que se pescó al abrir diariamente su ventana imprudente al otoño que se avecina. Saben saladas en su boca, saben a añoranza y un poquito a rabia todavía, cargadas de porqués, de planteos subjuntivos, de blasfemias, que no sirven para nada, ella lo sabe, pero que normalmente le suavizan un poco la rebelión indomable que siente frente a la fugacidad, la fragilidad, la muerte. El sin-sentido es como un carozo que se te atasca en la garganta y no pasa por más esfuerzos que uno haga para tragarlo. Carmela se indigna y llora, que ni tan siquiera estos recuerdos, tan míos, son confiables, porque la memoria es igual que la vista: lo deforma todo. No recordamos nada real, no vemos nada real. Es demasiado pedir resignarse a que nada es lo que creo o que todo sea solamente lo que parece. La amenaza de la irrealidad sobre la realidad es devastadora para el espíritu. 

Ya se vas de mambo otra vez, Carmela. Estabas en la evocación de los septiembres dolorosos de la enfermedad y muerte de Eduardo. Es lógico que te acuerdes porque empieza otro septiembre. Pero te preparás el ánimo sin darte cuenta.  Te desestabiliza el azar.  No le busques explicaciones difíciles a lo que es mera casualidad. Nada hay de temer en septiembre ni en ningún otro mes del año.

Pero el mecanismo ya echó a andar y es imposible detenerlo. Por qué sucedió lo que sucedió, qué podría haberse cambiado, evitado, qué no hice o por qué hice lo que hice... toda la misma sanata inútil para lo que es irreversible. Para no cometer los mismos errores, decía papá; lo importante es cómo reaccionamos frente a lo que ocurre, decía mamá. Porque no es lo único buscar causalidad en la hilación de los acontecimientos, sino las conexiones profundas que puede haber con otros orígenes, encontrar eso que nos lleva a reiterar maníacamente las mismas conductas. Lo que pasa por debajo de las cosas y tiene raíces insospechadas. Carmela le da, entonces, a su pensamiento una doble dirección. Escudriña todo sincrónica y diacrónicamente, como en las clases de lingüística, que todo es, al final y al cabo, relato y según sea el relato que nos hacemos. Yo me cuento, tú te cuentas, él se cuenta, y la realidad objetiva es solo que hay un otro, que también fabula sus propios cuentos, pero es inabordable para mí, el otro. 

Estoy sola de toda soledad en esto que me cuento me sucedió o me sucede. Todos lo estamos. Pero eso no es lo más dramático. Lo más desesperante es que para seguir adelante, me fundo en mi relato como si fuera real. Y no lo es. Toda historia tiene una base de barro que se derrite con la lluvia de los días.

Pero esta vez, en este septiembre alejado, frente a los mismos interrogantes, algo extraño sucederá. Las mismas preguntas sin respuesta se desprenderán por un instante de su esclerótico encandenamiento y se asociarán en un orden nuevo. Ya no involucran solo a esas vivencias dolorosas sino a toda su vida, desde los septiembres sin memoria de su infancia hasta el que ya no verá. El pensamiento se llena súbitamente de una comprensión sin respuestas. Carmela no entiende por qué entiende, en realidad.  La lucidez la hiere con una epifanía inesperada, en septiembre y en Paris, pero podría ser también en otro lado y en otra época del año. 

Ella de pronto ve, y ve que es bueno, más aun, que todo era bueno, y había sido hasta perfecto. La trama es uniforme y blanda, aun con los agujeros insondables que siempre tuvo. No se dará cuenta tampoco de que ahora era bueno y perfecto porque sencillamente había aceptado alguna cosa. Pasó el carozo y no sé muy bien cómo, se dirá maravillada. Aceptar podía ser una manera de comprender, una forma superior de entendimiento, una especie de iluminación. Era una lástima que uno no pueda aceptar algo a voluntad; una pena que tampoco pudiera eso explicarse. 

Ya se ocuparía otro día de escudriñar si había habido o no algún elemento inadvertido que desencadenara tal serenidad luminosa que parecía revestirlo todo. Su pensamiento nada un rato en esas aguas mansas y le parece que en su habitación hay como un olor de estreno, una dimensión inaugural. Ya no es éste un tiempo agorero, sino sagrado, un fuera del tiempo más bien, que contiene todas las cosas, todas las imágenes y las voces, con todos sus interrogantes que no molestan, un tiempo propicio para la refundación anual, acaso cósmológica, de ese pequeño planeta llamado Carmela.