Escribo en mi cuarto de hoy, en una Mac pequeña y blanca. Cuatro dormitorios más habité, en distintas casas, desde aquél que me esforcé tanto en decorar a mi gusto.
La memoria de aquel tiempo inocente me parece ajena y, sin embargo, sé que son míos esos recuerdos, imágenes de la “yo burguesa” que alguna vez fui, antes de la yo trabajo, yo lamento, yo heroina, yo enfermera, yo... Tantos yo en una misma existencia es esquizofrénico, admito. La miro a través del recuerdo y me pregunto si ella ya sabría lo que vendría después. Creo que sí. Intuía de algún modo eso de que venimos a sufrir y se preguntaba cuándo le tocaría y bajo qué forma. No era posible que todo fuera tan armonioso, tan disneylandia en su vida. Una hija sana y bella que ya cumplía dos años y otro más, de camino, acaso un varón. Aquí decimos “un varón” y no un “niño”, o “una mujer”, pero no una “niña” porque eso suena raro. Decir un “nene” es de otro estrato social; o una “chancleta”, se lo dice en broma. Pavadas que asumimos. Como esa de no decir “coche” sino “auto”, o evitar religiosamente tachar algo de “rojo” cuando la convención de este pequeño planeta estúpido es calificarlo de “colorado”.
La luz era buena y llegaba desde un único ventanal que miraba al este. Eso fue lo que Carmela vio en la casa. No le importó que no tuviera mucho jardín. Había sido varias veces refaccionada, era evidente. De la construcción original, solo quedaban los muros de la planta baja y esos baldosones coloniales del salón que le parecieron maravillosos. También las ventanas, más altas que anchas, con vitrales. Los baños estaban bien, también la cocina y los dormitorios de la segunda planta eran amplios. Parecía perfecta. Sobre todo, ese cuarto inmenso en que había sido convertido el ático al elevar los techos, ideal para salón de juegos, ideal también para poner su atelier.
Eduardo estuvo de acuerdo, a regañadientes. No le gustaba demasiado el barrio. El había vivido toda la vida en pisos, en la capital y venirse a una casa de las afueras, en Lomas nada menos, lo deprimía un poco. Tendría que viajar a diario hasta la capital por su trabajo y, en las horas pico, la Panamericana era un calvario.
En fin, que compraron la casa. Con el tiempo, sonoramente la apodarían el castillo, por los vitrales de las ventanas y por el muro redondo que rodeaba la escalera principal, abarcando las tres plantas. Desde el exterior, tenía un aspecto de torre del homenaje, como los castillos de verdad. Y allí comerían perdices, para rimar con la felicidad que no sabían que tenían. Porque, cuando uno es joven y feliz, le parece natural y no anda reflexionando sobre el asunto.
Pero, en la cima alcanzada sin demasiado esfuerzo, la pérdida de ese embarazo fue para Carmela el traspié que hizo desprender la primera piedra real. Ella, desgarrada, la contempló perderse en el abismo.
Cursaba ya el quinto mes cuando empezaron las hemorragias, inexplicables, o no. Tal vez, por aquel viaje para acompañar a Eduardo, en una camioneta sin amortiguación, caminos imposibles de la campiña, a puro pozo y salto. Una inconsciencia, claro, que siguió a la discusión del nunca-vienes-conmigo, del eso- no-es-cierto-y-lo-sabes. Odió el enojo y el portazo de Eduardo ofendido, pero corrió por las escaleras para detenerlo y volver a ser complaciente con él, que sí te acompaño, no te pongas así, en diez minutos estoy lista. Torpezas de juventud.
Así pudo haber comenzado, claro, el dolor que la llevó a guardar cama inútilmente durante unos días y, después, a la internación de urgencia una noche, para luego ver, en la ecografía, que no, que felizmente estaba bien, que viera, señora, cómo se chupaba el dedito el bebé, un varoncito.
Ahí decidí que se llamaría Francisco.
Carmela manchaba las sábanas y la cambiaban cada hora, pero él resistía, a pesar de los espasmos casi insoportables en el vientre. Medicación intravenosa y quietud completa en el espléndido cuarto de la maternidad donde, en otras habitaciones había recién nacidos con sus mamás felices. No recuerda ahora Carmela cuántos días duró aquello. Le traían a Delfina chiquita, para que la viera, pero su hija no quería besarla siquiera, tan feo sería para ella el cuadro de su mamá en una cama, conectada a un goteo de litros de medicamento para retener a Francisco dentro de ella.
Ahí decidí que se llamaría Francisco.
Carmela manchaba las sábanas y la cambiaban cada hora, pero él resistía, a pesar de los espasmos casi insoportables en el vientre. Medicación intravenosa y quietud completa en el espléndido cuarto de la maternidad donde, en otras habitaciones había recién nacidos con sus mamás felices. No recuerda ahora Carmela cuántos días duró aquello. Le traían a Delfina chiquita, para que la viera, pero su hija no quería besarla siquiera, tan feo sería para ella el cuadro de su mamá en una cama, conectada a un goteo de litros de medicamento para retener a Francisco dentro de ella.
Una mañana, durante el desayuno opíparo que me servían en la clínica, dejé de sentir dolor y pensé que por fin todo estaba bien.
La siguiente escena es la del médico que, en baja voz, viene a explicarle que ya está, que si el embarazo no estuviera tan avanzado, harían sencillamente un raspaje, pero que prefería intentar otro método, provocar un parto. Puñetazo directo dicho con toda la suavidad del mundo. Eso, claro, si conseguían una droga difícil de obtener, porque en Argentina estaba prohibida, por abortiva, lógicamente. Veré si un médico amigo me la puede enviar desde Alemania, pero no esperaremos mucho, por peligro de infección, usted comprende. Y si no, qué? Carmela no entendía o no quería entender. La memoria es esquiva y hasta hoy le confunde las horas y los detalles. Sí recuerda haber visto, por la puerta entreabierta de su habitación a una mujer rubia, con su enorme panza de nueve meses, metiéndose en la habitación de enfrente. Y recuerda haber sentido envidia al verla, o una enorme lástima de sí misma, o las dos cosas, antes de que Eduardo entrara triunfal casi, con un frasquito en la mano.
La había conseguido, entre sus veterinarios amigos, a la droga ésa. Claro que en una dosis para vacas, qué gracioso eso, servirá igual, dijo el médico que
encontrarían la proporción. Era extraño. Algo estaba pasando a su alrededor, pensó Carmela, que nada tenía que ver con ella.
encontrarían la proporción. Era extraño. Algo estaba pasando a su alrededor, pensó Carmela, que nada tenía que ver con ella.
Otro día entero de goteo, pero ahora para expulsar, para abrir la salida a lo que está adentro pudriéndose ahora. Su cuerpo, que se resiste a la entrega, y todos los dolores que se confunden en uno solo. Piensa en la mujer del cuarto de al lado, en si ya habrá tenido a su bebé. Le pregunta por ella a la enfermera que entró a tomarle la temperatura.
-No habrá bebe ahí- balbuceó la mujer sin mirarla–. Es patológico, por malformación.
Carmela piensa que esa mujer esperó nueve meses para esto mismo que ella, y llora entonces con una especie de culpa. Lagrimea mansamente en la cama, con el corazón que se me sale del pecho, no lo oyen? Es normal, señora, la taquicardia es un efecto secundario, pero está todo bajo control. Eduardo está a su lado y le aferra la mano. Delfi está en el jardín maternal, todo está bien. Se deja llevar entonces, siente cómo la suben a una camilla y la trasladan por los pasillos donde todas las puertas tienen colgadas sus cintas, celestes o rosas.
No recordaré en detalle la truculencia de haber despertado de la anestesia antes de lo esperado, en la misma sala de partos, para ver, entre tinieblas, la bolsa plástica, enorme que contenía lo que de mí había salido y que iría a estudio, para saber el inútil porqué y confirmarme que era Francisco.
Carmela, delgada, larga y anémica, se enervaría con los consuelos convencionales que después le llegaron de afuera.
Me decían las mismas razones que hubiera esgrimido yo, seguramente. Que era triste sí, pero eran cosas que pasaban, normales, que casi todas las mujeres pierden un embarazo alguna vez, que no me angustiara tanto, que viera todas las cosas bonitas que tenía, que yo era tan joven todavía, que la tenía a Delfi, un sueño de chiquita y que pronto tendría otro bebe. Hubo incluso quien se atrevió a comentar resignadamente que así era la vida, para sugerir enseguida que diera gracias a Dios, porque en lugar del embarazo hubiera podido perder a Delfina. El argumento de la tragedia de la que escapaste. Hay gente imbécil en todos lados. No era un embarazo, dejen de llamarlo así, era Francisco.
Carmela se rebeló, no quería palabras que intentaran reconfortarla ni razones que le impidieran entregarse a ese dolor tan suyo y tan legítimo, porque tampoco quería otro hijo, sino ése preciso y único que ya no tendría.