Vericueto : Lugar o sitio áspero, alto y quebrado, por donde no se puede andar sino con dificultad.
Decir: Manifestar con palabras el pensamiento.

Bienvenidos a mi nuevo intento, el último quizás, de contar esta historia. Esto es un laboratorio de escritura, que quede claro. Publico según escribo, sin revisión ni corrección, con lo cual no es improbable que haya contradicciones o incongruencias, idas y vueltas, en fin, como en la vida.

miércoles, 16 de junio de 2010

Vericueto 15: profundidades en el metro

En el metro siempre es de noche y los rostros verdean un poco bajo la luz tan blanca, impiadosa para las arrugas. Por eso, seguramente la mujer rubia era menor que ella misma, pensó Carmela y dio vuelta la cabeza hacia la ventanilla, para mirar la noche del túnel, a través de las gafas oscuras, y se cruzó de brazos, se hundió en la butaca, como para esconderse de esos pensamientos.  A ella no la preocupaba la vejez por cuestiones estéticas o sexuales. Si quería verse joven era para poder pensar que todavía estaba lejos la decadencia espantosa que ahora veía en su propia madre. Nada sería que uno se olvidara de las cosas si eso no le generara tanta angustia. Beba lloraba por teléfono porque no encontraba sus llaves, que seguramente alguien había escondido para mortificarla, esa bruja que me pusiste de empleada y no me gusta nada, porque faltan cosas en la casa y es ella, estoy segura, ella, que además come y come el día entero y a mí, ni un té me sirve, te lo digo a vos, querida, esta mujer es ladrona, se le ve en la cara y yo no la soporto y le voy a decir que se vaya. Y era la cuarta o la quinta empleada en el año, porque una robaba, la otra no le hablaba, la otra la quería matar  y a todas las echaba. A veces era tan convincente, su madre, que uno terminaba por creerle, como cuando hicieron la denuncia del robo de un anillo que yo no lo uso jamás, siempre lo dejo en su estuche, ni para mirarlo siquiera, me lo regaló tu padre y a veces me gusta mirarlo, pero ya no lo uso, jamás me lo pongo, ni para salir porque fijáte que ahora se me cae, de tan flaca que me he puesto. Y después del revuelo de la policía que interrogó a la pobre Angustias, qué nombre tiene esa mujer, me deprime, es mejor que se vaya, el anillo apareció en el costurero.

El replandor de la estación Chatelet en la ventanilla y el metro que ralentaba la marcha la hicieron saltar de su banqueta. Otra vez se había pasado, dos estaciones, y ya llegaba tarde a su cita con el terapeuta, otra vez con la cabeza en cualquiera cosa menos en lo que tenía que estar. Manoteó su bolso y se sobresaltó al no encontrar enseguida el otro bolsito con el pequeño perfume que había comprado en Séphora, me lo robaron seguro, qué imbécil que soy, lo que le produjo una angustia repentina. Miró a todos lados,  soy una distraída y me lo robaron, se palpó los bolsillos del tapado y se calmó al revisar su bolso y encontrarlo ahí.  Se abrieron las puertas del metro y empezó a descender mucha gente mientras otro montón esperaba para subir. En Chatelet siempre había un recambio fuerte. Claro, si lo había sacado del bolsito porque era incómodo cargarlo, reflexionó saliendo lentamente. Era buena esa costumbre de no empujar que había aprendido en París. Siempre había tiempo de salir del metro, era misterioso eso, especialmente en las horas pico, si uno está lejos de la puerta, pero siempre se abría un hueco por donde escurrirse, sin necesidad de perdir permiso ni abalanzarse sobre el de adelante. Un alivio lo del perfume, lo había guardado ella misma en el fondo del bolso para que no entorpeciera el manejo de la billetera y otras cosas,  qué tontería no estar conciente de lo que uno hace cuando lo hace. Tal vez era así que empezaba el asunto temido, el de la vejez.

Vericueto 14: profundidades del metro

Fue tan inesperado como cortés, el ofrecimiento de esa chica, pero Carmela se esforzó en sonreír y se sentó. Después miró hacia arriba y vio la publicidad de un instituto de inglés: una cara bonita abriendo la boca y mostrando una lengua pintada con los colores de la bandera británica. Bajó la mirada y la reposó en el rostro de una mujer que iba sentada frente a ella ahora, una mujer que tendría unos cincuenta o no, quizás un poco más, por cómo iba vestida y por cómo las mejillas se le habían caído ya un poco.  Carmela abrió su bolso y buscó las gafas negras. Era tonto ponerse gafas negras dentro del metro, pero eso le permitía mirar a gusto a la gente, a las mujeres, sobre todo, porque esa mujer de la cara ligeramente caída y los labios apretados la había descubierto contemplándola y eso no era cortés.  En realidad, la mujer tenía la boca relajada, pero ya se le insinuaban esas arruguitas sobre el labio, esos trazos finitos y radiales que dejan los muchos besos que uno da en la vida, los muchos zumos de naranja que se aspiran por una pajita y los litros de mate que me tomé durante años, sorbiendo de la bombilla y sin pensar que ese hábito inocente convertiría mi boca pulposa en un ano fruncido. Alguien le comentó una vez que eso se resolvía ahora con unas inyecciones de colágeno, o con un rellenado, mejor. Pero Carmela desdeñaba esos recursos, porque para ella, no había nada más inútil que una batalla contra el tiempo, nada más antiestético que los rostros patéticos sin edad. Esa mujer rubia, teñida claro, pero rubia desde la piel clara y los ojos tan azules, era, sin duda, seis o siete años mayor que ella. O quizás no. Carmela se preguntó si los demás la verían a ella igual que ella a esa mujer, de la misma edad, se entiende. Era obvio que esa colegiala que le acababa de dar el asiento lo hizo con una cortesía selectiva, un poco gremial y nada espontánea, porque se bajó de inmediato en la siguiente estación, y ya se sabe que hoy día, no hay caballeros que le ofrezcan el asiento a una dama. Pero no porque ella pareciera una vieja, no. De hecho, Carmela estaba segura de que se veía más joven que esa mujer rubia de la cara caída. Aunque, muchas veces le ocurría eso, de pensar que otra era mayor que ella y después descubrir que no, que eran de la misma edad. Puede uno ser tan ciega frente al propio espejo? Es que no vale mirarse al espejo para buscar la evidencia, porque el espejo te miente siempre; como el del cuento de Blancanieves, todos los espejos mienten y nos devuelven el mismo rostro conocido que no vemos envejecer, especialmente si lo miramos sin gafas.  Misericordiosa presbicia que te aleja de la realidad, que pone una niebla entre tu ojo y esas arrugas que te araron los enojos y los duelos. Otra cosa es una foto, las fotos son despiadadamente honestas y te evidencian que ya estás pasadita, Carmela, aunque de tanto en tanto algún señor se dé la vuelta para mirarte. Son señores bien viejos los que te miran ahora y desde hace mucho. Ahí se da cuenta una mujer de cómo luce, en cuáles miradas atrae. Hasta no hace mucho, si es que quince años son poca cosa, había hasta piropos en la calle. Pero las costumbres cambian y los hombres ya no piropean a las chicas. Así que esa chica que le acababa de dar el asiento, porque se bajaba enseguida y no porque ella pareciera una vieja, era una pobre chica que seguramente ignorará siempre la adrenalina del susurro, melodioso y algo procaz, de un perfecto desconocido en la calle.

Vericueto 13: vuelta a la historia de Carmela


Mamá se enojó conmigo en Londres porque no la dejaba comprar nada según ella, y yo ya nos veía pagando una fortuna de sobrepeso en el viaje de vuelta. No es que ella fuera muy gastadora, sino que ya empezaba a revelarse en mí esta relación difícil con el dinero que no comprendo todavía. Ahora que vivo en París, una tentación de boutiques para cualquiera, sigo siendo estúpidamente reacia a comprar cualquier cosa que no sea comida. Tengo con la comida una especie de tara de postguerra. Las alacenas y la nevera deben estar siempre bien surtidas. Toda otra inversión, por mínima que sea, me produce una sensación absurda de culpa.

La relación con Roberto acabó el mismo día en que regresaron a Buenos Aires. En realidad, él tampoco la había extrañado mucho. Solo se habían enviado un par de cartas con variada información, un beso grande y ningún te quiero. Fue casi un alivio para Carmela que esa primera noche, él le diera de inmediato pie para tratar la cuestión de que se llevaban bien, pero algo demasiado esencial les faltaba. Estuvieron en un todo de acuerdo, decidieron acabar limpiamente el asunto y terminaron la velada tomándose un Nesquik con masitas en la cocina. Carmela lo despidió sin darle la bufanda inglesa que le había traído de regalo, hasta pronto y buena suerte, y se fue a dormir, con el alma cargada de la depresión post-viaje para consolarse con la reserva de una fantasía loca que guardaba desde la última semana en España.

Porque cuando terminó el periplo de Polvani, en Madrid, despidieron a Lourdes en el aeropuerto  con todos los demás del grupo que regresaban a Buenos Aires. Y ellas dos se quedaron. Carmela estaba tan fascinada con todo lo que había visto que desde hacía quince días, le insistía a Beba para que no se volvieran sin conocer Andalucía y visitar a los familiares de Vigo, dos destinos que no  habían estado incluidos en la excursión y que era una verdadera pena no hacer, ya que estarían en España. Beba extrañaba ya tanto a su marido y su hijo, que lloriqueaba por los rincones, pero imposible resistirse a la elocuencia y poder de convencimiento de Carmela. Un llamado telefónico a Buenos Aires suavizó algo la nostalgia de Beba y en Niza, recibieron el cable habilitador de parte del padre con el envío de dos mil dólares extra a cobrar en el Banco Central de Madrid, cuando llegaran a España, final del viaje.

Es un cuento de hadas hecho realidad, de acuerdo, pero eso es una verdadera lástima, porque magia y realidad no se llevan, Carmela. Te lo he dicho infinidad de veces. No por nada los cuentos terminan en el amor feliz y nada cuentan de lo que viene después, cuando el príncipe arrancado al anfíbico hechizo, se reconvierte en algo peor que el simpático sapo, en un señor barrigón que ronca, tiene un humor de los mil demonios cada mañana y tiene el pésimo gusto de encamarse con una colega del estudio. Todas sabemos eso porque la verdad es que ninguna es tampoco la princesa bellísima y suave del cuento por más que un tiempo breve. Los cuentos de hadas tienen forzosamente que permanecer fuera de la realidad so pena de perder eficacia. 


Le doy lugar a la hipótesis de que la realidad no es unívoca. Postulemos que hay varios estratos de realidades que conviven en paralelo y que, por quién sabe qué mecanismo se manifiesta a veces en esto que llamamos la vida real. Admitamos que lo que llamamos magia no es sino una realidad diferente que aparece de golpe, como la visión de otro plano que se inmiscuye en nuestro mundo palpable para desordenarnos de repente el asunto de vivir. Como si se abriera una puerta cortazariana a otra dimensión, puede ser también alguna de las de las de Alicia, una puerta que no sabíamos estaba dentro de la casa que habitamos y decimos conocer tanto que podríamos caminarla con los ojos cerrados. 
Bien, que es posible, solo posible y no probable, que eso que llamamos intuición o pálpito en contraposición a lo que es logizable o razonado, no sea más que la percepción repentina de algo que se desarrolla en otro plano. Sé que esto es traducible en lenguaje matemático, desde luego, pero a mí nunca se me dio bien la física y mucho menos las matemáticas. En cuestión de multiuniverso o teorías de cuerdas y supercuerdas, estoy frita. 

lunes, 7 de junio de 2010