En el metro siempre es de noche y los rostros verdean un poco bajo la luz tan blanca, impiadosa para las arrugas. Por eso, seguramente la mujer rubia era menor que ella misma, pensó Carmela y dio vuelta la cabeza hacia la ventanilla, para mirar la noche del túnel, a través de las gafas oscuras, y se cruzó de brazos, se hundió en la butaca, como para esconderse de esos pensamientos. A ella no la preocupaba la vejez por cuestiones estéticas o sexuales. Si quería verse joven era para poder pensar que todavía estaba lejos la decadencia espantosa que ahora veía en su propia madre. Nada sería que uno se olvidara de las cosas si eso no le generara tanta angustia. Beba lloraba por teléfono porque no encontraba sus llaves, que seguramente alguien había escondido para mortificarla, esa bruja que me pusiste de empleada y no me gusta nada, porque faltan cosas en la casa y es ella, estoy segura, ella, que además come y come el día entero y a mí, ni un té me sirve, te lo digo a vos, querida, esta mujer es ladrona, se le ve en la cara y yo no la soporto y le voy a decir que se vaya. Y era la cuarta o la quinta empleada en el año, porque una robaba, la otra no le hablaba, la otra la quería matar y a todas las echaba. A veces era tan convincente, su madre, que uno terminaba por creerle, como cuando hicieron la denuncia del robo de un anillo que yo no lo uso jamás, siempre lo dejo en su estuche, ni para mirarlo siquiera, me lo regaló tu padre y a veces me gusta mirarlo, pero ya no lo uso, jamás me lo pongo, ni para salir porque fijáte que ahora se me cae, de tan flaca que me he puesto. Y después del revuelo de la policía que interrogó a la pobre Angustias, qué nombre tiene esa mujer, me deprime, es mejor que se vaya, el anillo apareció en el costurero.
El replandor de la estación Chatelet en la ventanilla y el metro que ralentaba la marcha la hicieron saltar de su banqueta. Otra vez se había pasado, dos estaciones, y ya llegaba tarde a su cita con el terapeuta, otra vez con la cabeza en cualquiera cosa menos en lo que tenía que estar. Manoteó su bolso y se sobresaltó al no encontrar enseguida el otro bolsito con el pequeño perfume que había comprado en Séphora, me lo robaron seguro, qué imbécil que soy, lo que le produjo una angustia repentina. Miró a todos lados, soy una distraída y me lo robaron, se palpó los bolsillos del tapado y se calmó al revisar su bolso y encontrarlo ahí. Se abrieron las puertas del metro y empezó a descender mucha gente mientras otro montón esperaba para subir. En Chatelet siempre había un recambio fuerte. Claro, si lo había sacado del bolsito porque era incómodo cargarlo, reflexionó saliendo lentamente. Era buena esa costumbre de no empujar que había aprendido en París. Siempre había tiempo de salir del metro, era misterioso eso, especialmente en las horas pico, si uno está lejos de la puerta, pero siempre se abría un hueco por donde escurrirse, sin necesidad de perdir permiso ni abalanzarse sobre el de adelante. Un alivio lo del perfume, lo había guardado ella misma en el fondo del bolso para que no entorpeciera el manejo de la billetera y otras cosas, qué tontería no estar conciente de lo que uno hace cuando lo hace. Tal vez era así que empezaba el asunto temido, el de la vejez.