Vericueto : Lugar o sitio áspero, alto y quebrado, por donde no se puede andar sino con dificultad.
Decir: Manifestar con palabras el pensamiento.

Bienvenidos a mi nuevo intento, el último quizás, de contar esta historia. Esto es un laboratorio de escritura, que quede claro. Publico según escribo, sin revisión ni corrección, con lo cual no es improbable que haya contradicciones o incongruencias, idas y vueltas, en fin, como en la vida.

martes, 13 de abril de 2010

Vericueto 11: Extracto del diario de Carmela



Es de noche y todos duermen en casa. Salvo yo, naturalmente.
Estaba en la cama y daba vueltas y vueltas sin conseguir el sueño. Como hago para casi todo. Doy vueltas. Y nada consigo salvo mareos. Condición femenina, sin duda, me digo desde el machismo ése que aprendemos las mujeres para disculpar  nuestras idioteces.
Idioteces.
Pero voy a hablar de mis virtudes.
No soy ninguna idiota. Más aún, soy bastante inteligente. Claro que se puede ser ambas cosas. Inteligente e idiota. No son excluyentes.
Me gusta ser inteligente. Y también, idiota. Es algo natural y cómodo, si se lo mira con buenos ojos.
Tengo una inteligencia veloz. Creo que  esto se me reveló a partir de una irremediable curiosidad por casi todo, sufro de una tara enciclopédica. El conocimiento fue engordando en base a la acumulación de información y ahora eso que llamo inteligencia veloz opera por simple asociación de datos. Sé muchas cosas y padezco de buena memoria. Soy buena para las fechas, por ejemplo, y ello me salvó en más de un examen escolar. Combino bien esos datos que se enquistan con ferocidad en los pliegues de mi cerebro. Impresiono a la gente con eso. Y me causa gracia que la mayoría llame inteligencia al hecho de ser simplemente, memoriosa.  Pero como nadie sabe en realidad qué sea la inteligencia, cualquier acierto puede pasar por ella. Refuerzo ese don con el hábito de una mirada alerta e inquisitiva y  un humor algo mordaz. Es suficiente para engañar a cualquiera sobre mi enorme potencial jamás actualizado en nada de valía.
Por otro lado, tengo una idiotez completamente vulgar y es lo que me une a la humanidad de la que formo parte. Aprecio especialmente mi idiotez –mucho más quizás que mi inteligencia- porque me hace sentir acompañada en este mundo. Debe ser terrible la soledad de una lucidez invulnerable.

Recuerdo de infancia 1

Ema, Elisa y León eran un trío inseparable. Llegaban siempre juntos y en ese orden recorrían con soltura el camino de entrada a mi casa.
Elisa y León eran matrimonio y Ema, hermana de Elisa. Todos eran viejos. León, salvo por su aspecto extemporáneamente atlético, lucía una vejez convencional: calvo, sordo, robusto y, cuando reía, le brillaba una corona de oro en alguno de los molares. Ema y Elisa eran distinguidas y vestían siempre impecables trajes en colores pastel. Al verlas, una podía imaginar una belleza antigua en sus rostros finos y ojos muy azules. Elisa tenía el gesto que deja una vida feliz. Era dócil y risueña y acataba con sumisión resignada el carácter autoritario de Ema, ceño fruncido siempre.
Habían sido muy bonitas las dos, según mi abuela. Y asombrosamente cultos, los tres. León era francés y décadas de vida en Argentina no habían vulnerado el hábito de su lengua materna ni la sana costumbre de caminar muchas cuadras cada día.
Creo que la amiga de mi abuela era Ema. Los otros asumieron esa amistad por parentesco, del mismo modo que se sumaron a la vida acomodada de Ema.Vivían juntos en un piso en Belgrano y tenían una casa quinta enorme sobre la Avenida Libertador, en Martínez, herencia del marido al que Ema nunca amó. Me casaron, dicen que decía, y uno podía suponer que su belleza rubia y delicada había sido el anzuelo para el cincuentón millonario que nunca pudo resignarse a no ser amado y que encontró la forma de vengarse de tanto desamor al quedar postrado. Pobre Ema, decía mi abuela cuando ella no estaba, claro. Y contaba cómo ella había querido divorciarse, pero que un tío mío, sacerdote, le rogó que no lo hiciera, que si no continuaba por amor, que al menos lo hiciera por caridad. Y Ema se aguantó años de penurias, ironías y malos tratos hasta que el hombre murió dejándole una fortuna y el alma definitivamente agriada..
Elisa, mucho más delgada que su hermana, era terriblemente divertida. Tenía una paciencia infinita para la audición imposible de León. Y era la encargada de abrir su cartera de cuero claro y extraer la bolsa de caramelos Sugus, la mayoría de menta, para nuestro disgusto. Se reía viéndonos repartir los azules y amarillos que pudiéramos rescatar de entre tantos verdes
Veraneaban en Mar del Plata, en una casa cercana a la iglesia de Stella Maris. No iban a la playa jamás, pero nos visitaban a menudo en el apartamento que mis padres tenían sobre la avenida Independencia. León se sentaba muy derecho, siempre con esa sonrisa ausente de los sordos, ignorando completamente las alabanzas que Ema y Elisa hacían de su enorme resistencia física.
Porque desde siempre, León había sido un gran caminador. E insistían en que el secreto de su longevidad estaba en sus caminatas diarias. 
El último verano de su vida, había alcanzado las noventa cuadras de ida y de vuelta hasta el Faro.


Vericueto 10

A su regreso, Carmela me contó que, de todos, los italianos eran los más guapos y atrevidos, que se avergonzó muchísimo el día que, en un restaurante, un genovés la sacó a bailar el tango que la orquesta empezó a tocar porque había argentinos en las mesas, y ella debió excusarse con que no sabía bailarlo;  que Giusseppe, el guía, después de su intentona con ella, la emprendió con otra del grupo, una cordobesa de más de treinta, soltera la pobre, que se consoló mal con el guapísimo florentino quien resultó casado y con tres hijos, confesión hecha pública entre lágrimas por la cordobesa, en una mesa de café en Viena, cuando todos asumían que el romance era promisorio, tan evidente había sido que se habían pasado tres noches consecutivas hechas en Bruselas, Amsterdam y Colonia, durmiendo juntos. También me contó de las dos parejas de homosexuales, dos ellos y dos ellas, que eran los más divertidos del grupo, siempre dispuestos a una copa más en algún bar. Lo más estresante había sido la situación con un otro del grupo, del cual no quiso darme el nombre pero sí que era entrerriano, que viajaba con su mujer, de luna de miel, ya viejos los dos, como de cuarenta casi, según Carmela. Parece que este señor le empezó a hacer ojitos, a enviar florcitas arrancadas en los jardines públicos, a susurrar piropos al oído cuando se lo cruzaba, o apretarse disimuladamente a ella cuando subían en un ascensor donde sobraba lugar, todo frente al evidente mal humor de su novel esposa. Carmela lo ignoraba con una sonrisa ingenua, no me doy cuenta de nada, no capto, no te entiendo, en lugar de ponerle una buena cara de culo, o un viejo verdolaga qué te pasa, que es lo que se debe hacer en esos casos. 

Lourdes lo pasó bien en Europa, aunque no le interesaron mucho los museos ni las catedrales y prefiriera salir de compras. Esa era la locura nacional en el extranjero porque en aquel tiempo todo le parecía una ganga al bolsillo argentino. Carmela se negaba a perder tiempo en las galerías y era Beba quien, en las tardes libres o incluso renunciando a algunas excursiones, salía a gastar los gaucho-dólares con Lourdes. Gracias a eso, Carmela conserva todavía algunos recuerdos más elogiables que las tarjetitas de los hoteles donde estuvieron y las trescientas fotografías que tomó, a saber: un impermeable de Aquascutum, un camisón Barbisson y un buzo de antílope al que Beba no pudo resistirse en Venecia. Los pendientes de coral y plata que, sí, ella misma se compró en Roma, se perdieron al igual que todas las servilletitas de papel de los bares y las diapositivas compradas en los kioskos. Las fotos fueron tomadas con una Kodak Pocket de la época, a color y en 9 por 9. Me parece que todavía las guarda, pero no puedo asegurar que no hayan sucumbido a alguna de las periódicas purgas que la aligeran de responsabilidades, como dice ella.

lunes, 12 de abril de 2010

Vericueto 9

En cambio, yo disfruté del viaje desde que me senté en la butaca clase turista, al lado de la ventanilla, para ver Buenos Aires desde arriba, en ese día magnífico de marzo en que comenzaba la aventura más inimaginada y fantástica de mi vida hasta entonces. Mi padre, que nada me negaba y financiaba la aventura Polvani como regalo de cumpleaños, había quedado en casa con Aníbal, solitos los hombres de mi vida y de la mi madre. No cuento a Roberto, con el que todavía estaba de novia. La excitación que me producía la idea de cruzar el Atlántico era insoportable y parloteaba incesantemente sobre las maravillas que íbamos a ver y anotaba todas las impresiones en mi cuaderno de viaje. A pesar del tranquilizante, mamá sufría con cada pequeña turbulencia. Lourdes casi no probó bocado y me desayuné, almorcé y merendé sus porciones con la voracidad que me distingue. Sé que me dormí porque al abrir los ojos ya era de día otra vez y por la ventanilla del avión, se dibujaba, de un verdor terroso y perfecta como en los mapas, la península ibérica. Madrid nos esperaba con cero grado de temperatura, según el anuncio del piloto. Abrí mi cuaderno y apunté también el dato, nada insignificante cuando se viene del tórrido verano porteño.

Te la pasaste escribiendo el viaje entero, Carmela. No te dormías hasta las dos de la mañana para ponerlo todo, y eso que se levantaban siempre tempranísimo, porque el tiempo era poco para ver tanta cosa en tan veloces cuarenta y cinco días que duró el viaje. Llevabas un enamoramiento literario de Londres, pero hiciste el amor con Paris y no te perdías ocasión de flirtear con el guía guapísimo para rechazarlo indignada cuando se atrevió a invitarte a una copa a su habitación en Florencia. Era obvio eso en vos, que siempre te enamorabas de uno pero amabas a otro y que jugabas a la modernosa liberal cuando sos tan conservadora y anticuada como tu nombre. Lloraste de emoción, o por sorpresa más bien tres veces. Una, frente a un cuadro del Greco, El Entierro del Conde de Orgaz que no esperabas ver en una iglesia, por lo cual te encontró desprevenida; otra, frente a la aparición del David, descomunal, al final de una sala en la que te deslizaste por una puerta lateral, curioseando no más, sin saber que allí estaría. Y la tercera, a mares, con hipos de niña perdida, a la salida de un lugar al que no esperabas ir ni tampoco encontrar lo que encontraste.
Carmela lloraba ante las emociones, estéticas o no, que la pillaban por sorpresa. Los ojos siempre se le humedecían un poco en el cine o mirando las noticias, pero lo que se dice llorar, no la he visto llorar jamás frente a lo que para ella era previsible. Y casi todo era para ella derivable. Únicamente lo fortuito le imponía un latigazo de desconcierto que la descontrolaba.



Es mentira, Carmela. No tenés el más mínimo pudor para el llanto y te hacés todavía más lejana. Tal vez porque te gusta mostrarte misteriosa y leíste una vez que el país de las lágrimas es tan misterioso! Llorás por cada tontera, hija mía, que cuando de verdad necesites de las lágrimas, te las habrás gastado todas. Y como no se puede sino llorar frente a ciertas cosas, llorarás por otro lado. No desperdicies ahora tanta agua, que sos todavía tan joven, a pesar de esos ojos de mujer antigua que te puso la naturaleza en la cara. Es desconcertante esa mirada de veterana de guerra que tenés a los veinte años, nena. Qué ojos vas a tener para después de las batallas, entonces?

Vericueto 8





Su tiempo de facultad habrá sido muy agradable para ella, buscadora de la verdad con mayúscula, porque no hay verdades sino una verdad profunda en todas las cosas, repetía, que debe necesariamente coincidir y ser la misma porque todo está relacionado y en relación con ella. Todo para Carmela debía coincidir en algún punto, todo estaba entramado en un orden que la inteligencia descubría con paciencia y trabajo. Por esa logicidad extrema, la idea del azar le incomodaba, tanto como la seducía desentrañar lo que debe aceptarse como misterio.

-Hasta la Santísima Trinidad es una cuestión logizable.
-Ajá?
-Considerando las dos potencias espirituales, inteligencia y voluntad, que poseemos los hombres y que también posee Dios.
-Ajá...
-Si en Dios hubiera más potencias, sería más imperfecto que el hombre y eso no es concebible siendo que se trata de Dios.
-Ajá...
-Y tampoco puede tener una única potencia Dios, ya que inteligencia y voluntad son irreductibles.
-Che, Carmela, cuándo es que te vas?
-El 15 de marzo, a las cinco de la tarde.

Se iba de viaje, con su madre y con Lourdes, a la que habían convencido de ir también, para que se distrajera un poco, si es que era posible distraerse del hecho de que tu novio se mate en un accidente de moto veinticinco días antes de tu boda. Lourdes no tenía ganas ni de levantarse por las mañanas desde hacía dos meses, el día en que la llamaron por teléfono para informarle que ya no iba a casarse con Hernán. O no fue eso lo que le dijeron, pero fue lo que ella entendió antes de pegar el grito que le desgarró la vida en dos, antes y después de Hernán. Aunque, para decir verdad, no habría después mucho en su vida. Bien, que ésa es otra historia y solo cuenta aquí que fue Lourdes quien acompañó a Carmela y a Beba en aquel viaje a Europa.

Era la época del gaucho-dólar, ése que instauró uno de los tantos ministros de economía geniales que supimos conseguir en la Argentina y que le permitió a mucha gente comprarse dos televisores a precio de uno en Miami, degustar el jamón de cerdos holandeses, mucho más rico y barato que el de los chanchos de la granjas bonaerenses; y viajar en avión por primera vez en la vida. No, no primera vez. Carmela había viajado ya en un Comet 4, de Comodoro Rivadavia a Buenos Aires, pero tenía entonces cuatro años y de ese vuelo solo recordaba el llanto de su madre, que tenía pánico al avión. Esta vez, viajarían en un Boeing 747 de Aerolíneas Argentinas y Beba anestesiaría el pavor con un Valium 10 mientras Lourdes rezaría, durante las once horas de vuelo, para que el avión se cayera y se terminara de una vez por todas esa vida de mierda sin Hernán.

Vericueto 7: los sueños

La primera parte del secreto tiene que ver con una especie de pesadilla que Carmela decía tener a menudo. No era un sueño exactamente, pero así lo definía, como un sueño. Carmela soñaba que dormía y era desesperante porque la sensación de lucidez era tan vívida que deseaba despertarse a sí misma. Veía su escritorio, la silla, el cuadro que colgaba del muro, la alfombrita azul y sus pantuflas. Oía la voz de su abuela, que vivía con ellos por ese entonces, rezando en la habitación de al lado. Todo era tan real como si estuviera despierta, pero ella no podía moverse, se veía el brazo inerte a lo largo del torso y el montículo de la manta ocultando sus pies al final de la propia cama, y la inmovilidad completa de su propio cuerpo. Veía todo eso y no lograba avisarse a sí misma que no era lógico estar así cuando estaba despierta. Lo peor es que no alcanzaba nunca a verse entera, en esa posición horizontal y paralítica de la pesadilla. Sabía que estaba allí, pero no se veía y, entonces, no estaba segura de ser. El esfuerzo por despertarse era tan herculeo que le mezquinaba el aire, sentía se ahogaba, gritaba para que alguien viniera a moverla, pero nadie venía porque la voz no salía de su garganta dormida, hasta que, en una especie de golpe repentino, lograba reincoporarse y abría los ojos, agitada y sudorosa, por el pánico de haberse creído muerta.


Esa pesadilla era relativamente frecuente en la adolescencia, tiempo en el que se reiteraban otros sueños más amables aunque también algo bizarros y que ella relataba con delicia en todos sus detalles. El de los dientes que se le pudrían dentro de la boca, se le desprendían de las encías y ella los escupía indefinidamente. Un sueño bastante común ése. El otro, el de que estaba parada en un patio de mármol, con las manos atadas en la espalda, frente a un pelotón de fusilamiento que hacía fuego y ella se sentía caer, sin dolor, sabiendo que se moría.
Había uno que recuerdo que me encantó, el de la chica vestida de azul que corría por una pradera de un verde cegador. Ese sueño se le repitió solo una vez, según ella, pero era bastante más largo que los otros.


Yo estaba sentada junto a una ventana, dentro de una especie de cabaña, me parece, y entraba un hombre alto, no muy joven, de pelo largo y oscuro anudado en una cola de caballo, vestido con una chaqueta y botas de cuero. Era alguien conocido para mí en el sueño, entraba y me miraba muy fijo con unos ojos muy azules. Los ojos se le destacaban mucho en el rostro moreno. Era una mirada muy tierna, como doliente, y me conmovía, pero también me amenazaba, como si hubiera venido a violarme o a matarme. Entonces, yo sentía que debía huir y salía corriendo por la puerta. Corría y corría por un parque muy verde. Había árboles algo lejos, como un bosque, y yo veía mis pies debajo de un vestido azul algo pesado que no me dejaba correr libremente, corría largo rato hasta que aparecía otra casa, con una puerta que yo abría precipitadamente para refugiarme ahí. Cerraba bien la puerta y, aliviada, me daba la vuelta. Entonces, me veía en un espejo de esos enormes, espejo de pie con marco de madera, creo. O quizás esto lo invento, lo del marco, pero era sí un espejo porque yo me veía. Y no era yo. No era yo! Era otra mujer la que veía, pequeña, bastante bonita, de pelo oscuro y rostro muy blanco, vestida sí con el mismo vestido azul. Era rarísimo verme en el espejo y ver a otra mujer, pero no sentía impresión ni miedo en el sueño. Lo mejor de ese sueño son los colores tan nítidos.
Y el viejo ése, te perseguía?
No sé. Creo que sí, creo que me perseguía al principio pero después, no. Después yo lograba evadirlo. No sé por qué corría yo, en realidad, porque el hombre ése me atraía mucho. Los ojos ésos, tan acuosos y tristes. Y no era viejo. Era como de cuarenta y pico, y yo, en el espejo tampoco parecía muy joven.


Una vez leí en un libro de Kundera, una frase que copio ahora, aunque no sé si es textual porque no la recuerdo de memoria. “Soledad: dulce ausencia de miradas”. Maravillosa definición. La mirada de los demás nos corporiza, nos actualiza o nos da existencia. Si nadie te mira es como que no sos del todo. Pero no alcanza con que te miren de pasada no más, por supuesto. Tienen que mirarte y, al hacerlo, distinguirte, claro. Una mirada que no ve no sirve. Un par de ojos se detiene en los tuyos una fracción de segundo más de lo prudente y es como que te hace renacer para alguien. Entonces, tu ser se corrobora y se afirma. La mirada toca, es el tacto primordial, ineludible antesala del decir. No se puede nombrar lo que no se ve de alguna manera. Las cosas existen porque alguien las ve. Por eso, creo ahora, que yo pintaba pupilas.

jueves, 8 de abril de 2010

Vericueto 6

Le costó olvidarse de Gustavo porque él tuvo la mala idea de invitarla, una vez, a un baile en el Colegio Militar. Lo hizo seguramente por cortesía, o porque consideró inofensivo el asunto, con una chica tanto menor, la hermanita de su amigo. Una fiesta maravillosa, de cuento de hadas. Gustavo, con su uniforme y yo, con un vestido vaporoso y azul, el pelo suelto y perfumada hasta lo indecible, una princesita. Bailamos, pero más que bailar, conversamos. A él le causó gracia cuando le dije que yo quería ser pensadora. Se rió y eso me molestó un poco. Creo que me puse roja cuando mirándome fijo, me respondió, mi princesita, que yo iba a casarme y tener hijos como cualquier chica bien y que no debía pensar tanto en los libros. El desagrado que me causó el comentario cedió frente a la errada intuición de que algo me sugería al hablarme, a mí nada menos, de matrimonio. Había muchas chicas que lo miraban porque era realmente alguien para ser mirado, pero él no parecía darse cuenta. Eso me generaba una especie de orgullo, que solo tuviera atención para los saludos y los breves intercambios con algún amigo. Y para mí, Cenicienta antes de la medianoche. Me llevó a ese baile, tardé en admitirlo, como un escudo para eventuales acechos de otras chicas y no sabía que estaba alimentando mi esperanza. Algo habrá sospechado, puesto que después, tardó en volver a visitarnos y cuando lo hizo, un par de veces no más, apenas me saludó, un poco nervioso, muy serio, para seguirme después con el rabillo del ojo. Interpreté otra cosa también y decidí animarlo. Lo perseguí un tiempo en una especie de in crescendo, a ritmo inverso de sus evasivas, cada vez menos corteses. Lo llamaba a su casa, le escribía cartas que pocas veces respondía, hasta que una vez, poco antes de que se volviera a su provincia de vacaciones, lo llamé y me atendió su tía. Señorita, deje de buscar a mi sobrino, que está comprometido con una señorita de Mendoza, me dijo la muy bruja. Y yo me morí de vergüenza y de la decepción, porque hasta entonces, no sabía. No llamé nunca más. Tampoco volvió a visitar a Aníbal, pero tuvo la delicadeza de no confesarle mi acoso. Me costó olvidarme y largo tiempo, lo busqué en todos los rostros.


Pero no era a Gustavo a quien Carmela buscaba, en realidad, no era la causa lo que deseaba sino sus efectos. Quería que se repitiera el gusto de esa fascinación, esa energía corporal de cada mañana, esos colores más vivos que parecen revestir todas las cosas, ese mundo reconciliado que solo se muestra a quien está enamorado. El primer regalo del amor parecía ser su efecto vitamínico; entonces, Carmela lo buscó en todos los rostros, y creyó verlo en algunos, pero, a cada intento, la ilusión se desvanecía ya con el primer abrazo y, muy pronto, sabía que había sido otro espejismo. Lo entendía en ese rechazo gástrico que le producían los besos de Roberto, de Federico, de Andrés. Olían hormonales y grasientos, a pesar del Paco Rabanne o el Eau de Sauvage o lo que fuera que se echaran encima.

Vericueto 5: más de amores

Carmela cerró su diario, ése que escribía desde que sus padres, para sus trece años, le regalaron, cada uno por su lado, sendos diarios íntimos encuadernados, uno rojo y el otro marrón, con llavecitas para guardar sus secretos. La mejor autoescuela de la personalidad, le dijo su padre entonces. Escribir un diario. Claro que a esta altura de su vida, iba por el diario número veinte y ya eran cuadernos vulgares, de tapas blandas, completamente expuestos a la curiosidad de cualquiera con lo cual, Carmela se guardaba los secretos (el secreto) y solo escribía reflexiones como esa del tiempo. Muy complicado, Carmela. Muy aburrido, además. Sé simple, por favor. Más vale pensar que sí existe la casualidad. No sé por qué te resulta incómoda la idea de azar, si es mucho más bonita que la de destino, mucho más optimista al menos. Quién se compraría, si no, un billete de lotería? No, Carmela, el destino se las ve con lo irreversible, lo explicable, lo predecible y eso alimenta estafas de videntes y astrólogos. El azar, en cambio, hace que todo sea eventualmente posible, impensable, mejor aún, habilita lo incongruente. La vida no es vivible sin una cuota de disparate. Es mejor vivir sin buscar explicaciones difíciles a lo que sencillamente es solamente buena o mala suerte.


Mucho antes de eso, Serge Gainsbourg, yo te amo, yo tampoco, se deslizó secretamente en el tocadiscos. A puertas cerradas, el simple de contrabando que le decía cómo era eso, completamente prohibido y propio de chicas malas. Años nuevos sucedieron a la fiesta del 31 en el club, muchas veces. Vino la medalla de fin del bachillerato, que era de alpaca, gasto de la asociación de padres. Vino la liberación del planeta barrial. Un año sabático para pensar en cómo hacerse adulta. Y el secreto, siempre navegándole la sangre, oscuro e indescifrable.


Estaba de novia sin entusiasmo. Siempre estaba de novia con alguno y un poco enamorada de un otro. Y era completamente virgen todavía, por falta de pasión o por el férreo adoctrinamiento materno. “Después de metido, nada de lo prometido, querida”. Para no sucumbir, era cómodo ponerse de novia con alguien como Roberto o como Federico o como Andrés, que le gustara más o menos, y fantasear con alguien inalcanzable, como ese compañero de la facultad, Santiago, tan increíblemente inteligente, que era dos años menor y aplicaría a la vida monástica a fin de año. Claro que no lo hacía a propósito. Carmela ignoraba completamente que así conducía su joven vida amorosa y se lamentaba, en su diario, de no poder enamorarse de verdad, como en las películas o en las novelas, o como sus propios padres, de una vez y para siempre, con esa pasión que todo lo exige y todo lo disculpa. El amor verdadero, si era que existía, debía ser mucho más poderoso que cualquier convención, tomarte por entero, no como ahora, otra vez, le sucedía con Roberto, que sí era encantador y parecía loco por ella, pero que no la conmovía como se suponía debía una conmoverse al encontrarle los ojos o escucharle la voz en el teléfono. Eso que justamente parecía ocurrírle con Santiago, tan distinguido y tan parecido a alguien que no podía recordar, un actor quizás, o a Gustavo. Sí, se parecía a Gustavo, el amor primero de sus lejanísimos quince años, imposible, claro, porque era como seis años mayor y tenía una novia ya, en su provincia natal, que lo esperaba para casarse cuando él alcanzara el grado de subteniente. Casualidad haberlo conocido. Sí, casualidad completa porque, que hubiera aparecido en su casa, de repente, una tarde, con su hermano con quien había chocado, justo en la esquina de casa, no podía ser sino fruto del mero azar. Pero me cuesta la idea del azar. Yo prefería pensar que era el destino que lo había traído hasta a mí de esa manera tan cinematográfica, sangrando un poco la frente por el golpe del choque y con toda la dulzura de su sonrisa, fue solo el paragolpes, no hay drama, había dicho mi hermano. A pesar del incidente desagradable que los hizo conocerse, Gustavo terminó haciéndose bastante amigo de Aníbal y venía a casa cada tanto para que yo me muriera de amor cada vez que lo veía, sentado en la sala, jugando al ajedrez con mi hermano.

Vericueto 4

Yo sé que a Carmela le intrigaba todo eso. Que nos pudieran gustar tanto Música en Libertad, los collares de mostacillas, Raúl Padovani o, mucho mejor, Alain Delon y que, entonces, no tuviéramos la más mínima idea de quién era Ronald Colman o Leslie Howard. Ni Rimsky Korsakov, naturalmente.


Creo que fui la primera amiga que Carmela, a poco de haber entrado al colegio, invitó a su casa. Vivía en una casa quinta laberíntica, rodeada de un parque lleno de árboles centenarios. Teníamos once años y estábamos en sexto de primaria. Carmela venía de un colegio de monjas y parecía tímida y desorientada en un colegio público. Me propuso que fuera a tomar el té a su casa, cuando todavía, nosotras acostumbrábamos a invitarnos a jugar. Eso lo recuerdo porque su invitación me hizo sentir adulta de repente. Me pareció inadecuado preguntarle si quería que llevara el Estanciero o La Oca y le dije que, si tenía tocadiscos, podía llevar unos discos para escuchar. Allá me fui, con dos simples, uno de Palito Ortega y otro de La joven Guardia. Podrá parecer increíble que entonces Palito Ortega figurara entre nuestos ídolos, pero eran tiempos en los que todavía no nos llegaban ni Sui Géneris ni Vox Dei, para eso faltaban un par de años y un poco más de rebeldía.
Carmela me recibió aquel día radiante de felicidad, era evidente que quería hacerse mi amiga, y escuchó con una sonrisa atenta los acordes de "Un muchacho como yo" y del "Extraño de pelo largo". Hasta bailoteó un poco también, de una manera que encontré bastante torpe. Después me miró con suspenso y sacó un LP, de esos muy antiguos, de pasta, pesados y negros, que funcionaban en 16. Ahora vas a escuchar algo realmente increíble, me anunció.
Cayó la púa, pero por unos segundos solo se oía el ruido a lluvia de los discos muy usados. Enseguida, lentamente, muy bajo, empezó a sonar un violín y después, suavemente una orquesta que acompañaba los vaivenes del violín. Era una música incomprensible para mí, lenta y triste a más no poder. Me quedé muda e inmóvil. Carmela, suponiendo que mi parálisis era una especie de aprobación, me hizo oír todo el disco, hasta el final.
-Rimsky Korsakov- reveló con deleite, cuando por fin terminó la tortura.
Esa extemporaneidad en sus gustos, su conocimiento de temas que yo asociaba con el mundo de los adultos, su afición por las lecturas difíciles, la alejaban de mí, de nosotras. Ahora puedo escribir Rimsky Korsakov y sé de quién se trata porque lo busqué en Wikipedia para escribir esto. Entonces no hubiera podido siquiera repetirlo. Un par de años más tarde, supe también quién era el tal Leslie Howard. Nos enteramos cuando Carmela organizó una salida al cine porque habían hecho una reposición de Lo que el Viento se llevó. Llevaba un par de meses en cartel y ya estaban por levantarla. Adriana, Claudia y yo habíamos insistido para ir a ver Love Story, que acababa de estrenarse en Buenos Aires, pero no hubo caso. Era el cumpleaños de Carmela y decidimos respetar su deseo antes de que nos convenciera con su manera de decir. La película nos encantó. Salimos llorando a mares, menos Carmela que ya la había visto, ocho veces, según confesó y tuvo un ataque de satisfacción indisimulable a la hora del café, cuando la dejamos hablar. Nos dio poco menos que una clase sobre cómo había sido producida, cómo habían elegido a los actores, en fin, que compartimos la idea de la maravilla que suponía ese filme para la época en que fue hecho, pero no pudo convencernos de que Leslie Howard fuera más lindo que Clark Gable.




En la universidad se encontró entre pares, vestida siempre en jeans y zapatillas, sin una gota de maquillaje, como le gustaba. Estudiar filosofía, una carrera que para nada servía, era en ese tiempo cosa de larvas de subersivos o de retoños de seminario. Y que encima fuera una chica era una completa extravagancia que los padres aceptaron no sin cierta reserva. Buena estudiante, siempre lo fue, no le costó terminar la carrera en los años reglamentarios ni barajar una tesis acerca de los aspectos filosóficos del tiempo, trabajo que jamás terminó, ya fuera porque la tesis cuestionaba la idea convencional del libre albedrío, sagrado asunto para los postulados de su facultad, ya porque, para entonces, Carmela, que había descubierto en la pintura el modo de su expresión, preparaba su primera exposición en una galería del barrio. Pintaba su concepción del tiempo, según decía. Bueno era que lo explicara, porque nada de lo que uno veía en sus acuarelas hacía pensar en eso. Sus “aléphicas”, como las bautizaba, eran paisajes abigarrados, de una rara combinación: mezclaba la nieve, el sol, la luna, las estrellas, la lluvia, flores y árboles desnudos, en fin, todas las estaciones, el día y la noche, rasgos de ciudades viejas y modernas, campiñas, objetos variados como lápices o tazas o espadas, pero nunca un reloj ni nada que hiciera pensar en el tiempo. En el concierto de trazos descifrables, siempre se descubría un par de pupilas llorosas. En una nube, colgadas de las ramas sepias de un árbol, bajo la superficie de una especie de lago o de fuente, en la línea del horizonte, confundidas entre las ruinas de algo que parecía un castillo, siempre un par de pupilas traslúcidas e infinitamente tristes.


Muchas veces, a lo largo de mi vida, tuve esa intuición. De que el tiempo es una ficción, que eso que llamamos horas, días, meses, años, es una construcción hecha para ordenarnos, desde luego, pero que hay un revés del tiempo en el que todo está hecho. Revés que podríamos referir como la eternidad. La eternidad es la otra cara de la moneda del tiempo, digamos. Todo está cumplido y el tiempo es solo una manera de ir mostrando lo que está hecho, para que nuestra psiquis no explote, para que vivir tenga algún sentido. Vamos descubriendo en el tiempo lo que ya es. Somos colones en la vida, nada inventamos y nada provocamos salvo lo que ya está inventado y provocado. Es artículo de fe que en Dios esté todo hecho.
Esta intuición calvinista resuelve el asunto de las casualidades, el azar, las coincidencias, eso inexplicable de haber pensado, durante el desayuno, en Juanito Pérez, aquel compañero de banco en la escuela primaria de quien nunca volví a saber nada, no sé por qué me vino su imagen ahora a la mente, seguir untando la tostada como si nada. y una media hora después, salir por el periódico al kiosko de la esquina y toparme con Juanito Pérez, redivivo, a sus cincuenta enérgicos años, comprándose una revista de deportes. La sincronicidad. Leí que Jung describió este fenómeno, muy corriente. Y que la ciencia no puede explicarlo, tan científica como es, en su lectura causal del universo. Causa y efecto son solo la parte evidente de la verdad. Acción y reacción no ofrecen siempre una continuación o una consecuencia enlazable. La reacción frente a algo puede involucrar una derivación de carácter transitivo, o sea tener una causa muy lejana. Lejana y apriorísticamente desconocida para el yo. Las verdaderas causas de algunos efectos exceden a la experiencia o el saber.
Leí en algún lado, o alguien me dijo, o lo presentí también, que desde que abrimos los ojos al mundo, las personas y objetos con los que tenemos contacto, por más fugaz que éste sea, nos dejan pegada su energía, moléculas invisibles que flotan y permanecen en uno. Les dejamos también la nuestra. Ahí quedan, silenciadas pero vivas. Total, que al distanciarse, el canal de comunicación se entrecierra en suspense. Y como toda lata que alguna vez fue abierta, es susceptible de reabrirse. Pienso en Juanito Pérez y él aparece. Es como si el pensamiento, la evocación, le dieran apertura al canal para que aquella energía mía emitida se oriente otra vez a la suya y lo encuentre en el kiosko de la esquina.

viernes, 2 de abril de 2010

Vericueto 3: Amores, tantos amores

Un día teníamos prueba de lengua y la tarde anterior, Carmela me iba a explicar el análisis sintáctico de los verbos pronominales, un quebradero de cabeza para cualquiera que no fuera ella. Estábamos en su cuarto, metidas en esas cuestiones misteriosas del objeto indirecto y el signo de cuasirreflejo, cuando de repente, de la nada, Carmela se detuvo, me miró y dijo: Son las seis, empieza Música en Libertad. Sin ninguna emoción, lo dijo. Pero con una sonrisa condescendiente que quiso ser cómplice. Me había leído el pensamiento, seguramente. Ese martes, se iba a definir algo entre Raúl Padovani y María Esther Lovero. Habíamos estado haciendo apuestas durante toda la semana sobre si se besarían o no. Personalmente, a mí me parecía mucho más linda Silvana di Lorenzo, pero era rubia y eso la ponía definitivamente en el ni en pedo de todas las morochas de la clase, la mayoría, que consideraban que María Esther era muchísimo más dulce y bailaba mejor.
Carmela había preparado todo frente al televisor de su casa, los sillones, unas galletitas, el Nescafé y un termo con agua caliente. No hubo prisa sino aplicación en su manera de sentarse, encender el aparato y darle vuelta al dial hasta sintonizar el canal 9 Libertad. Hasta ahí puedo contar, porque después no me concentré más que en el programa y no volví a mirar a Carmela sino hasta que terminó, para darme cuenta de que ella había estado ahí, sentada a mi lado todo el rato, tejiendo uno de sus pulóveres de lana gruesa, un “gordo”, como los llamábamos, tan lindos, de cuello alto en punto elástico, uno santa-clara y uno jersey, como los que usaba Brigitte Bardot, o Julie Christie, no recuerdo.
-Estuvo bueno, eh?- dijo, guardando el tejido en su bolsa- Mañana lo charlamos en el recreo.
-Voy a practicar ese nuevo paso. Parece fácil- afirmé y me puse de pie para ensayarlo al ritmo de un tarareo... movete, chiquita, movete, sacate esa timidez.
A nuestros sacáte, andáte, movéte, les sacaron el tilde en la Real Academia y no es tan evidente ahora el énfasis, debo aclarar.
-No, ahora no. Sigamos que nos falta bastante todavía.
No protesté porque Carmela tenía razón, además de esa autoridad como inapelable.
-Qué tenía puesto hoy María Esther?- preguntó de repente, al salir de la habitación. Y había algo de urgente en el tono de su voz.
-Unos minishorts con un sueter tipo dralon. Me encantaron las botas, te fijaste? super ajustadas y debían de ser color crema o rosadas, en todo caso, claritas. Todo era de tonos claros, viste?
-Cuando venga la televisión color no tendremos ese problema, no? Va a ser como en el cine- sonrió Carmela.


Habría que saber al detalle cómo había estado vestida María Esther Lovero o Lobato. No, Lobato era Nélida, claro, la vedette de la cintura tan finita. La de Música en Libertad era Lovero, sí, como Love, en inglés, amor, que si llego a olvidarme de cómo estaba vestida, no quiero pensar el papelón. Ya me había pasado, una vez, que no presté atención y dije que llevaba jeans y resulta que no, que era un vestido de esos, “bobos”, con voladitos, que parecía un vestido para embarazada, uno así le pedí a mamá que me comprara para ir a la fiesta de Adriana Palacios. Y me lo compró, para que no me sintiera siempre desubicada con mis kilts y mis medias tres cuarto. Me encantaban. Siguen gustándome ahora. Eso no pasa de moda. Que si llegaba a equivocarme de nuevo, todas se darían cuenta de que no me interesaba el programa. La verdad es que me aburría. Me parecía un poco tonto también. Pero era imprescindible verlo a diario, como quien toma una medicina, para poder, al otro día, tener de qué hablar durante los recreos.
Eso de sentirme tan distinta habla de que soy un cuatro en el eneagrama, sin duda. La individualista, la que se siente sapo de otro pozo siempre y en todo lugar, la extraña que le complace eso, por mucho que al mismo tiempo diga lamentarlo. Fantasiosa, pesimista y desesperada por encontrar su identidad, siempre veo lo que le falta al vaso y siempre es más verde el pasto del vecino. Me preocupó eso de que la pasión negativa de un cuatro es la envidia, un sentimiento tan feo, pero admito en que la mirada la pongo siempre en lo que no poseo y considero que debería poder alcanzar. Siempre creí que eso era ser ambiciosa, pero parece que no, parece que ésa es una de las muchas formas de la envidia, qué demonios.

Vericueto 2: Amores, tantos amores

Cuando se tienen veinte años y la imaginación fértil, uno encuentra amores disparatados. Se enamora por ejemplo, del profesor sexagenario de Teología, cura por añadidura, feo y desgarbado, lleno de tics, pero que tiene todas las constelaciones en la mirada. Yo me enamoraba fácilmente de las miradas. Los ojos son la puerta a lo insondable de una persona, y me atraía el misterio, lo que hay detrás, lo que está oculto. Uno no puede imaginar sobre lo evidente. Se puede fantasear sobre lo que no se ve, únicamente. Lo interesante de alguien es lo que presentimos. El presentimiento es de quien presiente, ergo, todo está en mí.
Los ojos, los ojos y sus miradas. Hay gente que maneja bien el arte de mirar. Te mira como si no hubiera otra cosa para mirar en el mundo. Así mira Carmela, Carmela y toda su familia. No sé cómo lo hacen, o si es cosa de los ojos dibujados que tienen en esa casa, ojos con sombra y luz muy contrastantes, muy blanco el globo y muy espesas las cejas y las pestañas. Pero no, hay mucha gente que tiene los ojos así, ojos de turco. Es la direccionalidad de la mirada y el poder con que te pega para enseguida descansar en vos y verte como si fueras lo más importante del universo. Me enamoré del hermano de mi amiga porque miraba así. Todas nos enamoramos de él porque, además, era impresionante de guapo, aunque mucho más grande que nosotras, lo cual lo volvía inalcanzable. Me enamoré así de todos los hombres de mi vida, los que tuve y los que no. Muy vulgar lo mío, lo sé. Quién no se enamora cuando le detienen el corazón con la mirada? Así empezó también la historia que quiero escribir. Con una mirada tan densa que podías tocarla, olerla, masticarla también.


Sin embargo, es bueno que primero diga algo de Carmela. Buena tipa, Carmela, fuerte, dura y tan coherente, tan de una sola pieza. Pero nadie sabe que Carmela tiene un secreto. Yo sí, no porque ella me lo haya confiado, no, sino porque soy su amiga desde siempre, desde antes de la primaria incluso, y me doy cuenta de que lleva un secreto en las entrañas o en alguna parte de su cerebro, de eso no estoy muy segura. Lo que sí sé es que no se trata de un secreto banal. Nada en Carmela es banal nunca. Todo adquiere en ella un aire grave, hasta su manera de saludar es concentrada. No sé si será el tono de su voz, pero siempre hay como un silencio previo, como un rasguido de introducción que alerta la atención, antes de sus hola o sus buen día. No dice buenos días, sino buen día. Hay algo, sí, un soplo como de única vez cuando habla, algo de cierre también y por eso su discurso atrapa la atención, por más que se trate de un comentario al pasar sobre lo frío o lo caluroso que está el día, por ejemplo.
Se burlaban de ella en el colegio por eso. Porque hablaba así, como conferenciando, pero eso es porque modula bien, nada más, cada sílaba tiene peso en su boca. Y no es porque sea de poca palabra, la mujer, al contrario, habla sin parar y uno la escucha con aplicación. Es irremediable que uno la escuche. Nació con voz de maestra, Carmela. Con voz de maestra y mirada de veterana de guerra. Es un poco triste esa mirada como de vieja a la que nada le sorprende nunca. Sus gestos de sorpresa son un poco sobreactuados para ser sinceros. Eso también le ganaba algunas antipatías en el colegio. Las mismas que la criticaban la elegían como delegada de curso frente a las autoridades, porque era genial para eso de hablar con la directora. Ella siempre estaba como descendiendo de algún escalón para integrarse a la charla en el recreo. Carmela hacía verdaderos esfuerzos por sentirse parte del grupo y eso se notaba, que no le salía natural. Me acuerdo de la época en que todas estábamos enamoradas de Raúl Padovani y, a diario, salíamos disparadas al patio para comentar su último gesto en la canción de la tarde anterior.


Por ese entonces, calculo que ya debía de tener su secreto, aunque ella lo disimulaba bastante bien. Alguna suerte le trajo eso de parecer mayor y una vez, el primer amor de su vida, inalcanzable amigo de su hermano, la invitó a una fiesta. Estábamos en tercer año del colegio y ninguna de nosotras podía soñar con que le pasara algo semejante, que la invitara un chico tan grande. Pero cuando logró que él la mirara un poco, Carmela se traicionó. Solo ella podía tener esa suerte y echarlo todo a perder. Ella sostenía que en el amor uno debería poder relajarse y permitirse ser como realmente se es. No sé de dónde sacó esa idea. Era inteligente, pero para nada astuta. Le contó que quería ser sabia o algo por el estilo, y el chico se asustó, seguramente, porque la mayoría de los hombres temen a una mujer con veleidades intelectuales, la consideran masculina. Sin embargo, normalmente, Carmela ponía mucho cuidado en lo que decía. Yo la conocía ya bastante bien y me daba cuenta del terrible empeño que ponía en ser como las demás. Para una adolescente, solo hay una tragedia peor que sentirse distinta de sus pares: que eso se note. Así que Carmela instrumentaba ya elaboradas estragegias para simularse del montón. Se disfrazaba de cualquiera de nosotras, para no ser evidente. Y no pudo entonces ser más obvia, la pobre.

Vericueto 1

Cómo empezó la historia es lo que la gente que la sabe (los amigos) me dice que debo escribir. No sé si pueda, porque ahora estoy muy ocupada viviendo y se sabe que vivir es lo exactamente opuesto a escribir. Siempre es preferible la vida -aunque sea también contingente- , sin contar con que ninguna historia empieza o termina nunca. Ni siquiera con el nacimiento o la muerte. Hay infinidad de cosas que suceden antes o después y que competen absolutamente. Todas las historias son un continuum al que le recortamos un trocito. Salvo los cuentos de hadas con esa magia del había una vez incierto, al que nada antecede, y la delicia de un colorín-colorado que realmente acaba el cuento. Ese tiempo primordial, necesariamente atemporal, de los cuentos de hadas nada tiene que ver con este tiempo histórico de puras contigencias.
Hablando de contingencias, esta cuestión de que todo lo sea, me abruma siempre. Me pregunto de dónde nos nace esta necesidad de permanencia cuando no hay sino fluir en todo. No conocemos sino el transcurrir y nos obsesionamos por enraizarnos. Hacemos lo que sea para conjurar la muerte: nos enamoramos, tenemos hijos, plantamos árboles, escribimos, pintamos cuadros también.
Hubo un tiempo en que yo pintaba y me gustaba hacerlo. Después, la vida me invadió y ya no tuve tiempo de buscar colores para pintar lo que imaginaba. Hoy tengo tiempo, aunque ya no le encuentro mucho sentido a seguir pintando lo que veía en mi mente cuando ya vi lo que quería ver fuera de ella. Por eso algo tengo que hacer con esto que he visto. Y no se me ocurre otra cosa que contarlo. Por eso, quizás, porque el remordimiento de no pintar se ha vuelto demasiado intenso es que seguiré viviendo mientras Carmela vive mi historia y yo la miro vivirla. O mejor, te miro Carmela, porque es necesario que esté yo muy cerca, lo suficiente como para que no te me desbordes y te creas que sos alguien diferente de mí. Solo así, tal vez, te deje andar sola.


Escribes ahora en una Mac que tienes sobre una cómoda alta en tu habitación. Tu habitación aquí es también algo para contar. Tú vivías mal en una casa grande y ahora vives bien en una muy pequeña. Miras por la ventanita que te muestra el cielo tajeado de nubes amarillentas y ves las palomas grises que te arrullan a toda hora y ensucian tu tejado también gris . Abres la ventana para espantarlas y verlas volar. Entonces el recorte de Paris que te mira desde fuera vuelve a emocionarte. Sí que es bella esa ciudad ajena. Un poco tuya ahora que vives ahí. O quizás desde mucho antes de que llegaras. Porque esta historia, Carmela, empieza quién sabe cuándo.


-Todavía no empiezo y ya estoy agotada.


La has contado tantas veces que ahora, que te pones a escribirla, empiezas ya con algún hartazgo. Además, es una historia oral, como todas las buenas historias. Pierde encanto si la pones por escrito.
La letra rubrica, paraliza, encajona, mata.


-Pero voy a escribirla. Escribiré la historia de un amor imposible, como todos los amores importantes. O mejor, la historia de un pálpito de amor.