Es de noche y todos duermen en casa. Salvo yo, naturalmente.
Estaba en la cama y daba vueltas y vueltas sin conseguir el sueño. Como hago para casi todo. Doy vueltas. Y nada consigo salvo mareos. Condición femenina, sin duda, me digo desde el machismo ése que aprendemos las mujeres para disculpar nuestras idioteces.
Idioteces.
Pero voy a hablar de mis virtudes.
No soy ninguna idiota. Más aún, soy bastante inteligente. Claro que se puede ser ambas cosas. Inteligente e idiota. No son excluyentes.
Me gusta ser inteligente. Y también, idiota. Es algo natural y cómodo, si se lo mira con buenos ojos.
Tengo una inteligencia veloz. Creo que esto se me reveló a partir de una irremediable curiosidad por casi todo, sufro de una tara enciclopédica. El conocimiento fue engordando en base a la acumulación de información y ahora eso que llamo inteligencia veloz opera por simple asociación de datos. Sé muchas cosas y padezco de buena memoria. Soy buena para las fechas, por ejemplo, y ello me salvó en más de un examen escolar. Combino bien esos datos que se enquistan con ferocidad en los pliegues de mi cerebro. Impresiono a la gente con eso. Y me causa gracia que la mayoría llame inteligencia al hecho de ser simplemente, memoriosa. Pero como nadie sabe en realidad qué sea la inteligencia, cualquier acierto puede pasar por ella. Refuerzo ese don con el hábito de una mirada alerta e inquisitiva y un humor algo mordaz. Es suficiente para engañar a cualquiera sobre mi enorme potencial jamás actualizado en nada de valía.
Por otro lado, tengo una idiotez completamente vulgar y es lo que me une a la humanidad de la que formo parte. Aprecio especialmente mi idiotez –mucho más quizás que mi inteligencia- porque me hace sentir acompañada en este mundo. Debe ser terrible la soledad de una lucidez invulnerable.