Carmela cerró su diario, ése que escribía desde que sus padres, para sus trece años, le regalaron, cada uno por su lado, sendos diarios íntimos encuadernados, uno rojo y el otro marrón, con llavecitas para guardar sus secretos. La mejor autoescuela de la personalidad, le dijo su padre entonces. Escribir un diario. Claro que a esta altura de su vida, iba por el diario número veinte y ya eran cuadernos vulgares, de tapas blandas, completamente expuestos a la curiosidad de cualquiera con lo cual, Carmela se guardaba los secretos (el secreto) y solo escribía reflexiones como esa del tiempo. Muy complicado, Carmela. Muy aburrido, además. Sé simple, por favor. Más vale pensar que sí existe la casualidad. No sé por qué te resulta incómoda la idea de azar, si es mucho más bonita que la de destino, mucho más optimista al menos. Quién se compraría, si no, un billete de lotería? No, Carmela, el destino se las ve con lo irreversible, lo explicable, lo predecible y eso alimenta estafas de videntes y astrólogos. El azar, en cambio, hace que todo sea eventualmente posible, impensable, mejor aún, habilita lo incongruente. La vida no es vivible sin una cuota de disparate. Es mejor vivir sin buscar explicaciones difíciles a lo que sencillamente es solamente buena o mala suerte.
Mucho antes de eso, Serge Gainsbourg, yo te amo, yo tampoco, se deslizó secretamente en el tocadiscos. A puertas cerradas, el simple de contrabando que le decía cómo era eso, completamente prohibido y propio de chicas malas. Años nuevos sucedieron a la fiesta del 31 en el club, muchas veces. Vino la medalla de fin del bachillerato, que era de alpaca, gasto de la asociación de padres. Vino la liberación del planeta barrial. Un año sabático para pensar en cómo hacerse adulta. Y el secreto, siempre navegándole la sangre, oscuro e indescifrable.
Estaba de novia sin entusiasmo. Siempre estaba de novia con alguno y un poco enamorada de un otro. Y era completamente virgen todavía, por falta de pasión o por el férreo adoctrinamiento materno. “Después de metido, nada de lo prometido, querida”. Para no sucumbir, era cómodo ponerse de novia con alguien como Roberto o como Federico o como Andrés, que le gustara más o menos, y fantasear con alguien inalcanzable, como ese compañero de la facultad, Santiago, tan increíblemente inteligente, que era dos años menor y aplicaría a la vida monástica a fin de año. Claro que no lo hacía a propósito. Carmela ignoraba completamente que así conducía su joven vida amorosa y se lamentaba, en su diario, de no poder enamorarse de verdad, como en las películas o en las novelas, o como sus propios padres, de una vez y para siempre, con esa pasión que todo lo exige y todo lo disculpa. El amor verdadero, si era que existía, debía ser mucho más poderoso que cualquier convención, tomarte por entero, no como ahora, otra vez, le sucedía con Roberto, que sí era encantador y parecía loco por ella, pero que no la conmovía como se suponía debía una conmoverse al encontrarle los ojos o escucharle la voz en el teléfono. Eso que justamente parecía ocurrírle con Santiago, tan distinguido y tan parecido a alguien que no podía recordar, un actor quizás, o a Gustavo. Sí, se parecía a Gustavo, el amor primero de sus lejanísimos quince años, imposible, claro, porque era como seis años mayor y tenía una novia ya, en su provincia natal, que lo esperaba para casarse cuando él alcanzara el grado de subteniente. Casualidad haberlo conocido. Sí, casualidad completa porque, que hubiera aparecido en su casa, de repente, una tarde, con su hermano con quien había chocado, justo en la esquina de casa, no podía ser sino fruto del mero azar. Pero me cuesta la idea del azar. Yo prefería pensar que era el destino que lo había traído hasta a mí de esa manera tan cinematográfica, sangrando un poco la frente por el golpe del choque y con toda la dulzura de su sonrisa, fue solo el paragolpes, no hay drama, había dicho mi hermano. A pesar del incidente desagradable que los hizo conocerse, Gustavo terminó haciéndose bastante amigo de Aníbal y venía a casa cada tanto para que yo me muriera de amor cada vez que lo veía, sentado en la sala, jugando al ajedrez con mi hermano.
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