Vericueto : Lugar o sitio áspero, alto y quebrado, por donde no se puede andar sino con dificultad.
Decir: Manifestar con palabras el pensamiento.

Bienvenidos a mi nuevo intento, el último quizás, de contar esta historia. Esto es un laboratorio de escritura, que quede claro. Publico según escribo, sin revisión ni corrección, con lo cual no es improbable que haya contradicciones o incongruencias, idas y vueltas, en fin, como en la vida.

miércoles, 11 de abril de 2012

Un desvarío para el arranque

Yo era muy buena en esto del decir. Me preparé para eso y sé que lo era y posiblemente, aun lo sea. Pero ya no tengo ganas de intentarlo otra vez. Me había preparado con tanto celo que creía que el resultado me catapultaría a un lugar de privilegio por el solo hecho de dar a luz la mariposa. Nada demasiado importante sucedió, pero lo cierto es que después, ya no tuve voluntad de insistir. 
Miro hacia atrás y busco ese acto que justifica una existencia. Nada de especial encuentro. Soy tremendamente vulgar, poco hice con mis talentos y me hostigan los mandatos recibidos.

Ahora estoy aquí y garabateo palabras, como siempre hice... que ninguna otra cosa sé hacer que ésa.
El cielo está furiosamente azul esta mañana y es una delicia verlo a través de esta ventana que no es mía, pero que es como si lo fuera.

Voy a contarles cómo me fui deshaciendo de todo a lo largo de una vida de montañas rusas en que el único cometido, parece, era subir para después caer, cada vez con menos resistencia al vacío, casi disfrutando últimamente, de las caídas, casi buscándolas, paradójicamente, como corolario necesario al esfuerzo de haber llegado a alguna cúspide. Caer es como largar el aire acumulado en los pulmones luego de aspirar con fuerza. Alivia, desinfla y libera.

Una vez, alguien me dijo que para mí todas las cosas eran demasiado fáciles, que había sido tocada con una varita mágica y que solo por eso vendía palabras bonitas y entusiastas a quien quisiera comprarlas. Protesté que no era así, que mi vida había sido como cualquier otra, llena de acontecimientos banales y con solo algunos más importantes quizás, más medulares, que me modificaron en serio. Y enseguida supe que mentía. No creo que nadie cambie por lo que le sucede.

Esta vida es un verdadero misterio en su sentido y aun así, no nos queda sino vivirla y ganarle al tiempo, emprendiendo siempre alguna cosa, urdiendo estratagemas para permanecer, para demorar toda vejez y toda muerte (dijo eso porque no hay una única vejez y una única muerte para demorar en la vida, me parece)

Saco sustancia para decir de las cosas que vivo, pero cuando las relato dejan de ser mías para pasar a una pura ficción. Vivo y me cuento lo que vivo para inventarme la historia. Así que no me crean a pie juntillas, porque estaré fabulando hasta los hechos que son ciertos.

Cuando escribí mi primera novela, que tantas satisfacciones inesperadas supo darme, inventé esa trama y apenas si la condimenté con alguna experiencia personal, diluida en el tejido de mi invento. Sin embargo, quien la leyó, la pensó netamente autobiográfica y durante un tiempo me di cuenta que generaba decepción que yo dijera que nada de eso me había ocurrido en realidad.  Y enseguida explicaba que todo eso que se contaba allí sí le había sucedido a la que lo narraba pero no a mí. Y como no tenía ganas de dar clases de literatura, me quedaba en eso como si fuera un acertijo... pero no convencía. Entonces, empecé a decir que sí, que era una historia propia. Es curioso cuánto le gustan a las personas los testimonios de vida. Es como si solo la verdad de otros pudiera alimentar nuestra fantasía.

Como soy una profesional de las letras, sé que a esta altura de este preciso texto, tendría que intercalar alguna ligereza, algún dato que refrescara la mente de mi lector. Decir por ejemplo que en la radio suena la voz grave de Juliette Greco y que el café que me serví se enfría intocado sobre mi mesa de trabajo. Hay que darle entorno a las reflexiones, humanizar lo que uno dice, que el lector pueda ver lo que pasa más allá de tu historia mientras la desgranas. Pero me cuesta terriblemente la ligereza. Quiero siempre explicarlo todo, a sabiendas de que eso aburre, aburre, aburre. Nadie quiere saber nada de las explicaciones de nadie. Nadie quiere perderse en los laberintos de otra mente. Queremos hechos, cosas en las que reconocernos. Solo vivimos para reconocernos en la vida y las palabras de otros, Nos buscamos todo el tiempo y cada cosa que hacemos, desde que nos dan un nombre y un rostro es dejarnos llamar y mirarnos al espejo para afirmarnos en nuestro ser frágil, huidizo, misterioso.

Nos añadimos pesos múltiples, compromisos, apuestas, riesgos que suman experiencias. Nos esforzamos en existir todo el tiempo, batallando nuestra individualidad todo el tiempo. Nos enamoramos, tenemos hijos, estudiamos una carrera, desarrollamos un trabajo, compramos un auto, una casa, un aparador, un vestido nuevo, un teléfono móvil... y tantas cosas que compramos y les ponemos nuestro nombre, como a las etiquetas de los cuadernos escolares, para que todo el mundo sepa que nos pertenecen y no se confundan, y no nos confundan.

Así que, por si alguna duda queda, etiqueto este texto y digo que lo escribe Carmela y es lo que a ella le pasa por la mente esta mañana de cielo azul, en la que sería mucho más agradable darse una vuelta por el Bois de Boulogne, que la suerte o el destino o su implacable voluntad de vivir hizo que quedara a doscientos metros de su casa que no es suya, pero que es como si lo fuera.


jueves, 12 de mayo de 2011

Vericueto 23: del diario de Carmela.

13 de septiembre.



No estudié nada y me hicieron pelota en el parcial. Se cumplió la ley causa-efecto sin inconvenientes.
Voy a recuperatorio la semana que viene y la verdad es que me importa un belín.

Es que esa noche, a mamá le dio un sofoco de esos, y terminamos en el hospital hasta la madrugada. Mientras la atendían para sacarle el agua de los pulmones, me quedé en la sala de espera, al lado de papá, -que parece ya tan habituado a estas corridas que ni siquiera se inmuta-, pensando fuerte en los viejos tiempos. Hago eso como cábala. Pienso en el pasado bueno a ver si el presente se contagia un poco.

Eran tiempos maravillosos. Éramos tan felices. Y no lo sabíamos. La felicidad, parece, es algo que irremediablemente no se conoce hasta que se lo pierde. Mi abuela tiene un dicho remanido para esto (todos, en mi familia, tienen dichos) “ Todo tiempo pasado fue mejor”. Un poco vago para mi gusto. Mi tío tiene otra frase, menos popular, más culta, que según él pertenece a Dante. “Nada es tan terrible como recordar los tiempos de dicha en medio del infortunio”. Esto suena más carnal.

Mi tío dice que la felicidad no es algo sustancial, que la felicidad es sólo un efecto. Y que ahí está la confusión de los que la buscan como si fuera algo concreto. Lo que se busca, dice, es un Bien. Así, con mayúscula, dice mi tío. Un Bien determinado, con nombre propio. Y que de la posesión de ese Bien procede el sentimiento de felicidad. Mi tío dice cosas muy razonables desde el sillón del living. Pero poco implementables a la hora de vivir. A mí me parece que ninguna posesión de ningún bien puede darte felicidad. Aunque claro, que mamá se curara de repente sería un Bien magnífico que nos daría enorme felicidad. Pero, visto lo que es la vida, no creo que durara demasiado tampoco.

Cuando uno es feliz no se lo pregunta. Ahora me doy cuenta. Había algo de ignorancia en esa felicidad de los buenos tiempos. Creo que éramos felices solo porque no sabíamos que lo éramos.

Según mi idea práctica del asunto, la felicidad es algo tan huidizo y sagrado, tan no-me-toques-que-me-voy, que necesariamente debe ignorarse. Es como si para estar bien, uno debiera vivir en puntas de pie. Casi sin moverse. Se ahorran problemas así. Tal vez no se viva intensamente como pregonan las publicidades de la felicidad. Como dice mi viejo que decía Pascal, “la mayoría de los problemas que le vienen al hombre es por no saber quedarse tranquilo dentro de su casa”. Esto me hace pensar que entonces, uno no tiene que salir a la calle. Sirve claro, para ahorrarse la posibilidad de que te atropelle un colectivo o que te asalten a la salida del banco. Sirve para evitar hacerse de potenciales enemigos, amores catastróficos, trabajos insalubres. Uno se queda en su casa, mirándose envejecer en el espejo y no tendrá una vida divertida, pero tampoco se ganará problemas. Está clarísimo.

Pero a mi vieja la enfermedad le nació de adentro. Ella no salió a buscarla por ahí. Mamá siempre fue una mujer sana, prudente para todo, sin malos hábitos, extremadamente cuidadosa con la comida, con el frío, con el calor, en fin. Un poco hincha, la verdad. Será la excepción que hace a la regla. Aunque mi tía Rita insista con que le vino de alguna cosa que vivió en la infancia o de un “mandato” de quién sabe quién o quién sabe qué. Ya leí eso en alguna otra parte, sí. Eso de que uno puede enfermarse de los riñones de puro hacerse malasangre por los problemas económicos. O de cáncer de garganta por haberse callado alguna cosa importante. O de una peste de éstas, tan de moda, que llaman autoinmunes, porque inconcientemente uno se autoagrede por alguna razón soterrada. No solo tenés que aguantarte la enfermedad, sino que encima, sos responsable de haberte enfermado. Te la buscaste por callarte, por preocuparte, por esconderte de tu falta. Por tu negación, por tu indiferencia, por tu culpa. Por idiota.

Conclusión: si uno se lleva por Pascal y por mi tía Rita, para vivir mucho tiempo tiene que convertirse en algo así como un vegetal. Y se morirá de todas maneras.

Voy a llamar a Marcelo a ver si quiere salir esta noche.

martes, 10 de mayo de 2011

Vericueto 22: Del diario de Carmela



11 de septiembre de 1980 –noche-

Sigo con este asunto, porque estoy descubriendo que curiosamente me descansa algo hablar del cansancio.

Hablar de lo que molesta: terapia psicoanalítica pura, diría mi tía, la mujer de mi tío filósofo, Rita. Ella vive de analista en analista desde hace no sé cuántos años. Papá dice que sigue loca (y eso que es su hermana), pero ella asegura que estaría mucho más loca si no fuera por todo el análisis que hizo.

Yo creo que nadie puede saber eso. Quiero decir, asegurar que mi tía estaría peor si no se hubiera tratado. Me parece que no tiene ningún sentido ese contraargumento. Bueno, suena a buen retruque, pero no es válido, quiero decir. Lo que hubiera sido no fue, así que no podemos saber lo que habría provocado. No tiene lógica. Es casi como un argumento de fe. No sé si me explico…


Sin embargo este pluscuamperfecto se usa mucho para más-que-perfeccionar lo que nunca sucedió, con la idea de reforzar la validez de lo que sí sucedió. Es más defensivo que invectivo y de una defensa que se escuda en lo incomprobable, algo sospechosamente axiomático. Fantaseos, bah.
De la misma manera contestó mi profesor de catequesis de secundaria cuando Inés le preguntó cómo era posible que el mundo siguiera tan mal si Jesús había venido. Y él sonrió con esa cara de elevación que ponía cuando estaba por decir algo misterioso y respondió: “Preguntate más bien cómo estaría el mundo si Jesús no hubiera venido”. Lo cual, recuerdo, me sonó doblemente inútil porque, además de entrar en el argumento de lo-que-hubiera- pasado-si-no, el profesor había respondido una pregunta con otra especie de pregunta. Y eso es, según mi tío, retórica pura, algo que para él, contradiciendo a mi actual profesor de Oratoria, es sinónimo de palabrerío inútil…

Toda esta disertación me ha costado muchísimo, me cansó y ahora me suena, también, perfectamente inútil.
Es lo que pasa cuando uno hila fino, dice Meme. “Te sale un hilo tan fino que se enreda con solo mirarlo”.

Dejo aquí porque tengo que estudiar para un parcial de Historia Contemporánea. Pero no me parece que vaya a poder concentrarme en las guerras del siglo XX. Si estudiar esto derivara en el descubrimiento de una especie de profilaxis, es decir, si sirviera para encontrar la forma de que no haya nuevas guerras, vaya y pase. Pero parece que la historia no funciona así. Prefiero ponerme a hacer algo también inútil pero que al menos me gusta: pensar en Marcelo. Me voy a tirar en la cama un rato y me voy a poner a imaginar cosas con él, cosas lindas, claro. Para eso tengo veinte años, dice mamá. Para imaginarme la vida como a mí me gustaría que fuera. Tiene más sentido imaginar lo que “sería si” que preguntarse lo que hubiera sido si no.

lunes, 9 de mayo de 2011

Carta de amor de Carmela.


                                                            Todas las parcelas de mi vida tienen algo tuyo.
                                                                                                            Mario Benedetti

Se me ocurre algo que te sonará difícil, quizás. O no tan difícil, pero sí muy grave.

Sos todo el amor.

Y cuando digo esto no me refiero al amor que sos, sin duda alguna, ahora:  amor intenso y un poco delirante, amor casi de cataclismo que vence o desdibuja geografías. Amor algo despistado en el tiempo también, porque se dio de esta forma, a esta altura de la vida. No sos solo este amor, amor dorado, maduro u otoñal (diría alguno por convención cronológica) No, sos mucho más que eso.

Sos, literalmente, todo el amor.
Todo el amor que he sentido en mi vida entera.
El amor de todos los territorios de mi tiempo.
De mis antiguos territorios, esos que no conoció el hombre que sos hoy, pero en los que ya te amaba.
Solo así puede darse que seas realmente el amor de mi vida, digamos.
No sé si me entendés.

El amor no se cuantifica como el peso de unas naranjas. Sos el amor de mi vida, pero no porque antes yo haya amado de “mentirita” o menos de lo que te quiero a vos. Sino porque, de algún modo, vos ya estabas en todos mis amores, en los que marcaron mi existencia y también en los que apenas la rozaron.

Y este desconcertante descubrimiento lo tuve anoche, mientras pasaba, distraída, las hojas de un libro y pensaba en todo lo que te quiero. Me vino esta idea, por sorpresa, a modo de iluminación, te diré, porque así nos llegan las verdades que nos cambian para siempre: de golpe y como rayo.

No sé. Quizás suene demasiado elaborado esto de que sos todo el amor.
Pero te lo explico, a ver si puedo.

Estabas ya en el amor de mi infancia, de cuando era una niña que dibujaba historietas en las que príncipes azules batallaban dragones solo por hacerse acreedores al amor de sus princesas doradas.
Niña que tenía miedo por las noches si las puertas de los roperos quedaban entreabiertas y que era un poco rara para sus amigas, porque le gustaba más Chopin que The Mamas and the Papas.
Niña enamorada del vecinito de enfrente que ni siquiera la miraba y también de un actor de rostro perfecto cuya imagen, recortada de una revista de moda, tenía pegada en la cabecera de su cama;  y lo contemplaba hasta que se dormía y confundía su rostro con el de su vecinito y el de su ángel custodio, quédate conmigo toda la noche, no me dejes.

Ahí estabas, sin duda: en el príncipe imaginado con la música de Chopin, en el vecinito indiferente, en el actor de papel y en el ángel de la guarda.

También, debes de haber estado en el primer amor que tuve en mi adolescencia, “único e inolvidable” como todos los amores primeros. El amor de las miraditas a la salida del colegio o en la misa de ocho los domingos. El amor que te hormiguea en el estómago y te hace saltar de la silla al primer ring del teléfono que nunca suena para vos, qué esperanza tonta. El amor del primer beso que nunca es tan lindo como te lo imaginaste. El amor del primer temblor del cuerpo, que siempre nos pesca desprevenidos y nos mantiene entre el deleite y la culpa, porque no sabemos si está bien eso y si habrá que confesárselo al cura, pero cómo se lo digo y ¿si me voy al infierno por esto?

Incluso estabas en mi amor “universitario”, ése que creció al ritmo de los gustos comunes y en los encuentros en grupo de amigos. Un amor con discusiones sobre política, religión y un mundo mejor, en un café a deshora, leyendo a Dostoievsky  y a Cortázar y descubriendo que el saxo es un instrumento mágico en las manos de Fausto Papetti. Un amor que quería ser intelectual y profundo. Pero solo logró ser un poco angustiante, de puro idealista e imposible que era, porque la vida real no pasa por ahí, hija mía, y con qué se van a mantener, que la bohemia está bien para las películas en las que además todo termina mal, sabes.

Estuviste también en los amores de interín, sí.
(Bueno, estás, en realidad, porque todo esto se debe conjugar en ese presente histórico con que se narran las grandes batallas en los libros)
Estás, te decía, también en los amores “entremeses”. Porque hubo tantos “amorcillos”  de ensayo. Pero, en todos, buscaba ese amor ideal y soñado en silencio.  Fueron amores efímeros, que nunca alcanzaron a ser ése, tan deseado a puertas cerradas del resto del mundo, ese amor que inspira poesías, novelas y cine, y que no parece posible en la vida real. Y, sin embargo, las vísceras del cuerpo y del alma lo reclaman a gritos y lo exigen, como si encontrarlo fuera sustancial para que la vida tenga sentido.

Sos todo el amor y por eso estás en todos los amores, soñados y reales, pasajeros y definitivos.

Ah entonces! Sé que estuviste también en el amor de mi juventud llena de proyectos! Amor de las “construcciones”: la profesión, el trabajo, el matrimonio, la casa, los hijos.  Amor  burgués, sí, pero no por eso menos profundamente erótico y fértil.
Amor de aprender cómo hay que amar: con total entrega, virtudes y defectos, en las buenas y en las malas, respetando firmemente las promesas.
Amor que me fue puliendo y limando las asperezas para que fuera posible “calzar” con el otro.
Amor en el que la solidez  -ganada en base a distanciamientos y reconciliaciones, a pruebas, a logros y fracasos- fue edificando la seguridad, la fortaleza y la madurez afectiva de la mujer que soy hoy.

Estás, sin duda alguna, en todos los amores de todos mis tiempos.
Y todos mis tiempos y sus territorios se han renovado, ahora que vos estuviste en ellos.

Porque con tu amor de hoy, vos reescribís mi infancia, mi adolescencia, mi juventud. Las renovás, las rearmás, les suavizas la angustia, la soledad, la desesperanza que pudieron haberlas poblado tantas veces. Y al mismo tiempo, rescatas también la fuerza primera de todas mis alegrías pasadas y me las devolvés, limpitas de tiempo.

Te amo, finalmente, lo sé, (aunque suene algo pomposo) en todos los rostros de hombres maravillosos y discretos que quise y quiero. Te digo más: si vos te fueras un día, también estarás en los que querré.

Y esto es muy fuerte, sabes, porque te convierte en el amor de mi vida, porque pone tu nombre en todos los nombres, porque es abarcable en tu piel que lo define, y cósmico, en la mutiplicidad de todo lo que contiene.

El amor de una vida.

La clase de amor que justifica toda una existencia.




viernes, 15 de abril de 2011

Vericueto 21: Mudanzas

Meme, metida en su cama, ceño fruncido y brazos cruzados, negándose a levantarse. Conservate en el lugar, donde empezó tu existencia… Y el viejo, que le decía que saliera de ahí de una vez, que ya habían llegado los de la mudadora para cargar las cosas… Vaca que cambia querencia, se atrasa en la parición…. Meme mascullando los versos, empacadísima. No quería dejar esa casa que había sido suya desde que tenía memoria. Tendrán que sacarme con cama y todo. Era graciosa la abuela.
Aquella mudanza, la primera que recordaba, había sido un verdadero trastorno. La furia purgatoria que la familia ganaría con los años era débil todavía (o Meme muy fuerte) y sus padres se llevaron hasta la última caja de fósforos para la casa del Bajo que siempre fue demasiado chica para los muebles enormes de los bisabuelos.
Después, la vida la acostumbró a esos sobresaltos habitacionales, que fueron perfeccionando el arte de desechar y rematar, porque sus padres cambiaban de casa, de barrio, de muebles, con frecuencia, llevados por los vaivenes económicos a veces, por el puro gusto de renovar, otras. Meme interpretaba, cada vez, su escena del Martín Fierro, hasta que murió, por el tiempo en que cursaban el apartamento de la capital, ése que tanto le gustaba a mamá, y se mudaron las dos, Meme y su madre, definitivamente, a la bóveda familiar en el cementerio de San Martín. O no tan definitivamente, en realidad, porque unos años después, el vejestorio de cemento se sobrepobló de tíos y primos con más derechos de estadía y hubo que mudarlas a un cementerio jardín de las afueras.
Carmela pensaba en eso, mientras revolvía los roperos de su propia casa, la tercera desde que estaba casada, para descartar todo lo que no se llevaría. Había adquirido una enorme destreza para deshacerse de objetos y ya no le causaba pena ni enojo regalar libros, ropa, discos, cuadros, ni tirar a la basura las pesadas carpetas del jardín de infantes de los chicos o las tacitas viudas de plato de su primera vajilla, con las asas quebradas que nunca encontró el momento de pegar. Todo lo que quedó sin su par, asimétrico, huérfano, abollado, vencido, se va al tacho. Y allá  fueron cucharas, candelabros, bolígrafos con poca tinta, fascículos sueltos de colecciones nunca continuadas, medicamentos que ya no curaban, relojes despertadores que ya no despertaban, en fin, cosas a medias.
Menos los diarios íntimos, por supuesto. No esos doce cuadernos de letra desigual, de dibujos, fotos y pegotines que habían empezado a desprenderse, aunque registraran de manera incompleta tanta insignificancia desde los trece años. Carmela releyó al azar algunas páginas y se asombró de sí misma, de la que había sido alguna vez. Le costó reconocerse y eso que no hacía tanto tiempo. Yo no creo que lo hiciera de sentimental, como dijo ella. Los acomodó en la caja de las cosas que no iba a tirar, porque, al fin y al cabo, aunque contaran a medias, esos cuadernos testimoniaban mucho de la edad ligera. Y aunque ella no tuviera mucho drama en hacer de las mudanzas una costumbre, algún hilo tendría que conservar para no perderse en el laberinto de los cambios. 

jueves, 14 de abril de 2011

Vericueto 20: del diario de Carmela

11 de septiembre de 1980

Hacer cansa. Moverse cansa. Hablar cansa. Pensar también cansa. Divertirse cansa, y sufrir... Sufrir es lo que más cansa.

Cuando se han hecho todas esas cosas durante mucho tiempo, es natural que uno quiera intensamente descansar. Necesito revertir este estado de agotamiento. Meme dice que nada mejor que la cama cuando uno está cansado, pero ¿qué se hace con un cansancio tan fuerte que ni siquiera te deja dormir?

Si el cansancio es de la mente (por mucho estudio, por ejemplo, que es algo que me pasa todo el tiempo) uno busca el descanso en el gimnasio o en un spa de esos en que vas del sauna al jacuzzi y de ahí, al baño turco, y de nuevo al jacuzzi y después a los masajes, hasta quedar exhausta (no yo, claro, porque eso es caro y yo siempre ando sin un peso). Pero el cansancio, entonces, es distinto y moviéndose un poco, se despeja la mente, dice mi padre, que va seguido a correr por Palermo para sacarse de la cabeza, por un rato, todos los problemas que tiene, el pobre -el gran problema, en realidad-.

Pero a veces no es por una cosa concreta, sino que viene de adentro no más. Cansancio existencial, dice mi tío, al que se le da por la filosofía y a quien también hay que ayudar porque siempre está corto de plata. Es lindo escuchar a mi tío, porque habla de un modo profundo (tiene voz de locutor) y dice cosas que no se entienden bien, aunque siempre parezcan importantes. Papá dice que mezcla todo. Pero cuando el tío viene a casa y se sienta en su sillón preferido y pide un vaso de whisky y pone cara de trance para empezar a hablar, yo siento algo parecido a la alegría. Se oyen otras palabras en esta casa que, desde que mamá se enfermó, está un poco muda. Se encienden las luces del living, que ahora casi siempre están apagadas y el olor que sale del vaso de mi tío me recuerda el tiempo de las reuniones de mis padres con sus amigos. Falta el olor a cigarrillo, porque ahora no se puede fumar. Pero entre las luces, las sentencias de mi tío, la música suave que pide como fondo para sus reflexiones y el olor penetrante de la malta escocesa navegando por el aire, bueno, que es casi como antes.

Salir funciona. Yo salgo bastante con mis amigos, a bailar, al cine, a tomar una cerveza por ahí. Charlamos muchísimo, de nada en especial. Y en el momento, sirve. Pero al día siguiente, el cansancio es mortal. Por fuera y por dentro (nunca se sabe bien por dónde le camina a uno el cansancio) Entonces, me dan ganas de salir a comprarme algo que no necesite. Cuando uno se compra algo innecesario, se siente mejor. Es
como un desquite, una cortada de manga a lo que es correcto. Pero siempre está el tema bendito de que no hay plata para gastar en estupideces. Y no tiene sentido comprarse cosas útiles cuando lo que uno quiere es comprarse algo perfectamente inútil, como un par de inusables zapatos de piel azul y fucsia que no combinan con nada de lo que tengo.

(hago un alto aquí. tengo teléfono. Es Inés y ya sabemos)

Me doy cuenta ahora de cuánto deseo que todo sea como antes. Y no es posible, así que es un deseo inútil. ¿Por qué tendrá uno deseos imposibles? Uno debería desear solo lo que es posible. Y aun así, desear también cansa. Sólo que nada podemos hacer para dejar de desear. Es más fuerte que uno. Te sale sin querer. Desear debe ser lo que más cansa. Porque desear consume las energías del afectivo-volitivo y a la voluntad, dice mi tío, hay que usarla para alcanzar cosas posibles. 
Es raro que yo esté diciendo esto ahora, cuando no he hecho otra cosa, en los últimos meses más que desear intensamente que Marcelo me dé algo de bola (recuerdo que no debo hablar así, según Meme). Y no sé si eso es desear algo posible o algo imposible tampoco.... Pero sí sé que mucha más voluntad me consume el deseo de que mamá se cure.

Es agotador también desear con tanta fuerza, pero la esperanza es lo que nos hace seguir. El deseo es una especie de esperanza. Me pregunto si es lo mismo desear algo que querer algo. 
No lo tengo claro.

Mi tío, sin embargo, dice que justamente desear es lo que nos hace sufrir, que los budistas sostienen que hay que anular el deseo, que con eso se arregla todo. Pero digo yo (no se lo digo a él, porque a él nada puede decírsele cuando está hablando), si para anular el deseo se necesita también un enorme esfuerzo de la voluntad, un deseo de no tener más deseo, el asunto es una trampa, porque te agota igual.     

Lo que quiero-deseo yo ahora es que el almanaque de la cocina sea el de diez años atrás. Quiero que me reten por comerme las uñas, que me obliguen a comerme todas las lentejas, que papá me compre el Billiken los sábados.

Yo ignoraba antes que ese antes fuera tan bueno. Tal vez sea que solo recuerdo las cosas lindas. Es hábil la memoria para escondernos lo malo. Pero descubro que, al menos para mí, el deseo hoy no es un impulso que me lleve hacia adelante. El deseo es igual a la nostalgia. Es el pasado o la idea que tengo del pasado, lo que me mantiene."

Carmela sonrió para adentro para distraer el asombro y puso el cuaderno en la caja de cosas que no iba a tirar a la basura. 

Vericueto 19. Vivir lo que quiero.

Encontraba solaz en imaginarse las cosas, las situaciones que deseaba sucedieran. Eso lo hace todo el mundo claro y se llama fantasear, pero Carmela instrumentaba voluntariamente cierto realismo cinematográfico, convencida de que el secreto de una fantasía eficaz no estaba tanto en el relato a grandes rasgos, introducción-nudo-desenlace- sino en demorarse en los detalles más ínfimos del decorado. Eso, porque alguna vez quiso ser escenógrafa y porque mucho después hizo aquel curso de control mental, en la parroquia del barrio, donde le enseñaron a programarse positivamente construyendo interiormente la escena de lo que uno quiere que ocurra.

Habitualmente, buscaba el momento, en su cuarto, tirada en la cama, con los ojos cerrados. Así relajada, empezaba el conteo descendente, lento, para desprenderse de la realidad circundante y cuando llegaba al cero, ya estaba frente a la puerta imaginaria que debía abrir para contemplar su película. No se dejaba sorprender, sabía de antemano qué se rodaría ahí, frente a sus ojos virtuales. Y entonces, se veía -por ejemplo- sentada frente al tribunal examinador, tranquila y elegante en su trajecito de falda y chaqueta clara, hablando con soltura de Ulises y su azaroso retorno a Itaca, bajo la mirada satisfecha de su Profesor de Literatura Clásica que asentía con leves movimientos de su cabezota calva. Vio el reloj grueso del aula, las diez y cincuenta (caramba que llevo veinte minutos hablando de esto sin tartamudear) y le llegaba, desde la calle, el chasquido de los rodados en el asfalto mojado (está lloviendo y no traje paraguas). Le apretaba la tira de sus sandalias nuevas en el dedo chiquito del pie izquierdo y sentía el olor que despedía la cafetera eléctrica que ponían para los profesores en una mesa de fórmica.

-Se derramó un poco de café, señor- se interrumpió Carmela de pronto, al ver que unas gotas habían caído cerca del puño impecable del adjunto.

Lo vio retirar rápidamente el brazo de la mesa y buscar una servilleta de papel para limpiar mientras le agradecía su oportuna advertencia. Una chica que puede hablar de la Odisea con tanta soltura y evitar que me manche la manga del traje no merece sino un diez. Eso pensó el adjunto, pero no lo dijo, claro, supo Carmela de inmediato.

-Suficiente, señorita, gracias. Está aprobada –dijo el profesor con una sonrisa amplia, y Carmela le vio por primera vez los dientes torcidos y esas arrugas que se le harían en la comisura de la boca si el viejo sonriera alguna vez.

Así preparaba ella la existencia de esas situaciones que deseaba le sucedieran, con un fantaseo tan vivo que, ya en su minuciosa formulación, conllevaba visos de recuerdo.

-Me acordé hoy de cuando aprobé Clásica I con el pelado Hernández, ése que no sonreía nunca. A la salida, me acuerdo que llovía y me empapé, y que se me ampolló el pie por la tira del zapato, pero estaba tan feliz con mi diez que ni cuenta me di de todo eso hasta que llegué a casa.