Vericueto : Lugar o sitio áspero, alto y quebrado, por donde no se puede andar sino con dificultad.
Decir: Manifestar con palabras el pensamiento.

Bienvenidos a mi nuevo intento, el último quizás, de contar esta historia. Esto es un laboratorio de escritura, que quede claro. Publico según escribo, sin revisión ni corrección, con lo cual no es improbable que haya contradicciones o incongruencias, idas y vueltas, en fin, como en la vida.

miércoles, 6 de octubre de 2010

Dios es Dios y mi padre, su profeta

(itinerario)

A algunos, entre batitas tibias y nutricios biberones, también nos dan un dios cuando asomamos al mundo.  A veces nos bautizan y nos prenden una medallita al babero.  Otras, esperan hasta una edad de más entendimiento para hacernos aprender la divinidad. Pero es costumbre que nos regalen un dios con los decálogos de su programa, para que él nos alimente el alma, no ahora, pero sí más adelante, cuando la vida de verdad apriete. 

Nos van enseñando su voluntad de que seamos buenos y piadosos, pacientes y limpios de corazón, y de cuerpo, por qué no. Ese dios también dictamina a veces sobre lo que es conveniente no comer o cómo hay que higienizarse y especialmente, sobre cuándo y cómo hay que honrarlo. Es el dios de nuestros padres y de los padres de nuestros padres y así hasta el primer converso de la familia o quién sabe más, y es justo y necesario recibirlo con todos sus preceptos y admoniciones, con sus tirones de oreja y sus caricias de buen amigo, de buen hermano, de buen padre. 

El asunto es que ese dios heredado se va pareciendo enormemente a ese padre de carne y hueso que tenemos en casa, los felices que conocimos padre. O a ese otro padre que nos habría gustado tener en realidad porque el real no nos gusta mucho. O a ese desconocido, deseado o imaginado, los que nunca supimos de su abrazo.  O la madre, porque dios no tiene sexo y por eso puede ser tan padre como madre, nada dice que no podamos pensarlo en femenino.

Yahveh no habla sino por sus profetas, humanos todos ellos, aunque alguno se escape en un carro de fuego. Alá no se confunde con Mahoma, pero Mahoma lo expresa hasta en sus ínfimos detalles con una autoridad incuestionable. Jesús es más cómodo, en realidad, porque sí es dios mismo, así que no hay intermediarios, pero hasta él establece una difícil diferencia, una procedencia misteriosa que lo despega un poco de ese dios original que en mal momento lo abandona. La humanidad de sus profetas se resiente un poco en su capacidad de abrir aguas o volar al cielo, pero básicamente, lloran, besan, se enojan y sangran, así que resultan bastante carnales, en todo, menos en el pecado, tema a considerar cuando me seque un poco la ropa.
Esto maduraba Carmela, refugiada de la lluvia, mientras recorría las naves amplias y vacías de la catedral de Amiens. Afuera, la tormenta era como la voz de dios que se pronunciaba otra vez en ideas no muy ortodoxas. 
Es mi dios y en él me consolé en tiempos de tanto dolor, se dijo de repente, y sin embargo.

Su idea de dios estaba, como en todos, indisolublemente unida a la imagen de él recibida en los largos días de su infancia, en las oraciones de la noche, en la misa dominical, en el catecismo de escuela, pero también en la mesa de la cena y en las manos sabias de su propio padre que sonreía, sana-sana-colita de rana, curándole la rodilla herida.
Así lo vemos, reflexionó frente al tríptico medieval que ornaba una de las capillas. "como padre, como a un padre, entendiendo por padre a esa imagen paternal que nos construimos, a partir incluso de un tío o de un hermano mayor o del cura director del orfanato donde crecimos, sea el caso..."

-Y vos, cómo lo sabés?
- Me lo dijo mi papá.
Razón suficiente, palabra santa.
Mi papá me ama, yo amo a mi mamá. Upa enseña. 
Corto el queso como lo hace mi papá, que es la mejor forma de hacerlo.
-Mi papá es mejor que tu papá- dice el niño a un otro cualquiera, en el patio del recreo, con convicción e inocultable orgullo, porque resulta que su padre es médico y el del otro, solo enfermero.
-Mi dios es el verdadero- dirá el hombre, muchos años después.

Lo que puede suceder por tres cosas, concluyó Carmela encendiendo una velita a la imagen de Santa Teresa, o porque conserva milagrosamente la fe del carbonero, o porque cayó en el foso del fanatismo, o porque, ya por temor, ya por comodidad, se quedó toda la vida en aquella tesis equivalente, pronunciada en el patio de escuela. 

No te diste cuenta de que hay una cuarta posibilidad, nena. Eso es porque te gusta demasiado imponerle a todo un ritmo ternario.

Pero otros pasamos por una adolescencia y juventud contestatarias, se dijo Carmela recordando su tiempo de universidad, cuando se zambulló, con inusitado vigor en las aguas de la antítesis que preconiza Hegel para todas las cosas.  Entonces, cuestionó seriamente la fe heredada y, lo que no es rara coincidencia, desestimó la infalibilidad parental en las cosas del mundo.
Ya para entonces, tenía pruebas de que ellos también habían probado los siete pecados capitales sin que, horror, se les moviera un músculo de la cara, o sin que tuvieran conciencia de ello, lo cual era todavía peor.

-Mis viejos están equivocados o son unos hipócritas.

Luces que encandilan de repente y duelen tanto.

martes, 7 de septiembre de 2010

Vericueto 18: Iniciación







Escribo en mi cuarto de hoy, en una Mac pequeña y blanca. Cuatro dormitorios más habité, en distintas casas, desde aquél que me esforcé tanto en decorar a mi gusto.
La memoria de aquel tiempo inocente me parece ajena y, sin embargo, sé que son míos esos recuerdos, imágenes de la “yo burguesa” que alguna vez fui, antes de la yo trabajo, yo lamento, yo heroina, yo enfermera, yo... Tantos yo en una misma existencia es esquizofrénico, admito. La miro a través del recuerdo y me pregunto si ella ya sabría lo que vendría después. Creo que sí. Intuía de algún modo eso de que venimos a sufrir y se preguntaba cuándo le tocaría y bajo qué forma. No era posible que todo fuera tan armonioso, tan disneylandia en su vida. Una hija sana y bella que ya cumplía dos años y otro más, de camino, acaso un varón. Aquí decimos “un varón” y no un “niño”, o “una mujer”, pero no una “niña” porque eso suena raro. Decir un “nene” es de otro estrato social; o una “chancleta”, se lo dice en broma. Pavadas que asumimos. Como esa de no decir “coche” sino “auto”, o evitar religiosamente tachar algo de “rojo” cuando la convención de este pequeño planeta estúpido es calificarlo de “colorado”.

La luz era buena y llegaba desde un único ventanal que miraba al este. Eso fue lo que Carmela vio en la casa. No le importó que no tuviera mucho jardín. Había sido varias veces refaccionada, era evidente. De la construcción original, solo quedaban los muros de la planta baja y esos baldosones coloniales del salón que le parecieron maravillosos. También las ventanas, más altas que anchas, con vitrales. Los baños estaban bien, también la cocina y los dormitorios de la segunda planta eran amplios. Parecía perfecta. Sobre todo, ese cuarto inmenso en que había sido convertido el ático al elevar los techos, ideal para salón de juegos, ideal también para poner su atelier. 
Eduardo estuvo de acuerdo, a regañadientes. No le gustaba demasiado el barrio. El había vivido toda la vida en pisos, en la capital y venirse a una casa de las afueras, en Lomas nada menos, lo deprimía un poco. Tendría que viajar a diario hasta la capital por su trabajo y, en las horas pico, la Panamericana era un calvario. 
En fin, que compraron la casa. Con el tiempo, sonoramente la apodarían el castillo, por los vitrales de las ventanas y por el muro redondo que rodeaba la escalera principal, abarcando las tres plantas. Desde el exterior,  tenía un aspecto de torre del homenaje, como los castillos de verdad. Y allí comerían perdices, para rimar con la felicidad que no sabían que tenían. Porque, cuando uno es joven y feliz, le parece natural y no anda reflexionando sobre el asunto. 
Pero, en la cima alcanzada sin demasiado esfuerzo, la pérdida de ese embarazo fue para Carmela el traspié que hizo desprender la primera piedra real. Ella, desgarrada, la contempló perderse en el abismo. 

Cursaba ya el quinto mes cuando empezaron las hemorragias, inexplicables, o no. Tal vez, por aquel viaje para acompañar a Eduardo, en una camioneta sin amortiguación, caminos imposibles de la campiña, a puro pozo y salto. Una inconsciencia, claro, que siguió a la discusión del nunca-vienes-conmigo, del eso- no-es-cierto-y-lo-sabes. Odió el enojo y el portazo de Eduardo ofendido, pero corrió por las escaleras para detenerlo y volver a ser complaciente con él, que sí te acompaño, no te pongas así, en diez minutos estoy lista. Torpezas de juventud.
Así pudo haber comenzado, claro, el dolor que la llevó a guardar cama inútilmente durante unos días y, después, a la internación de urgencia una noche, para luego ver, en la ecografía, que no, que felizmente estaba bien, que viera, señora, cómo se chupaba el dedito el bebé, un varoncito. 
Ahí decidí que se llamaría Francisco. 
Carmela manchaba las sábanas y la cambiaban cada hora, pero él resistía, a pesar de los espasmos casi insoportables en el vientre. Medicación intravenosa y quietud completa en el espléndido cuarto de la maternidad donde, en otras habitaciones había recién nacidos con sus mamás felices. No recuerda ahora Carmela cuántos días duró aquello. Le traían a Delfina chiquita, para que la viera, pero su hija no quería besarla siquiera, tan feo sería para ella el cuadro de su mamá en una cama, conectada a un goteo de litros de medicamento para retener a Francisco dentro de ella. 

Una mañana, durante el desayuno opíparo que me servían en la clínica, dejé de sentir dolor y pensé que por fin todo estaba bien.

La siguiente escena es la del médico que, en baja voz, viene a explicarle que ya está, que si el embarazo no estuviera tan avanzado, harían sencillamente un raspaje, pero que prefería intentar otro método, provocar un parto. Puñetazo directo dicho con toda la suavidad del mundo. Eso, claro, si conseguían una droga difícil de obtener, porque en Argentina estaba prohibida, por abortiva, lógicamente. Veré si un médico amigo me la puede enviar desde Alemania, pero no esperaremos mucho, por peligro de infección, usted comprende. Y si no, qué? Carmela no entendía o no quería entender. La memoria es esquiva y hasta hoy le confunde las horas y los detalles. Sí recuerda haber visto, por la puerta entreabierta de su habitación a una mujer rubia, con su enorme panza de nueve meses, metiéndose en la habitación de enfrente. Y recuerda haber sentido envidia al verla, o una enorme lástima de sí misma, o las dos cosas, antes de que Eduardo entrara triunfal casi, con un frasquito en la mano.
La había conseguido, entre sus veterinarios amigos, a la droga ésa. Claro que en una dosis para vacas, qué gracioso eso, servirá igual, dijo el médico que 
encontrarían la proporción. Era extraño. Algo estaba pasando a su alrededor, pensó Carmela, que nada tenía que ver con ella.
Otro día entero de goteo, pero ahora para expulsar, para abrir la salida a lo que está adentro pudriéndose ahora. Su cuerpo, que se resiste a la entrega, y todos los dolores que se confunden en uno solo. Piensa en la mujer del cuarto de al lado, en si ya habrá tenido a su bebé. Le pregunta por ella a la enfermera que entró a tomarle la temperatura. 
-No habrá bebe ahí- balbuceó la mujer sin mirarla–. Es patológico, por malformación.
Carmela piensa que esa mujer esperó nueve meses para esto mismo que ella, y llora entonces con una especie de culpa. Lagrimea mansamente en la cama, con el corazón que se me sale del pecho, no lo oyen? Es normal, señora, la taquicardia es un efecto secundario, pero está todo bajo control. Eduardo está a su lado y le aferra la mano. Delfi está en el jardín maternal, todo está bien. Se deja llevar entonces, siente cómo la suben a una camilla y la trasladan por los pasillos donde todas las puertas tienen colgadas sus cintas, celestes o rosas. 

No recordaré en detalle la truculencia de haber despertado de la anestesia antes de lo esperado, en la misma sala de partos, para ver, entre tinieblas, la bolsa plástica, enorme que contenía lo que de mí había salido y que iría a estudio, para saber el inútil porqué y confirmarme que era Francisco.

Carmela, delgada, larga y anémica, se enervaría con los consuelos convencionales que después le llegaron de afuera.
Me decían las mismas razones que hubiera esgrimido yo, seguramente. Que era triste sí, pero eran cosas que pasaban, normales, que casi todas las mujeres pierden un embarazo alguna vez, que no me angustiara tanto, que viera todas las cosas bonitas que tenía, que yo era tan joven todavía, que la tenía a Delfi, un sueño de chiquita y que pronto tendría otro bebe. Hubo incluso quien se atrevió a comentar resignadamente que así era la vida, para sugerir enseguida que diera gracias a Dios, porque en lugar del embarazo hubiera podido perder a Delfina. El argumento de la tragedia de la que escapaste. Hay gente imbécil en todos lados. No era un embarazo, dejen de llamarlo así, era Francisco.
Carmela se rebeló, no quería palabras que intentaran reconfortarla ni razones que le impidieran entregarse a ese dolor tan suyo y tan legítimo, porque tampoco quería otro hijo, sino ése preciso y único que ya no tendría. 

lunes, 6 de septiembre de 2010

Vericueto 16 (el que faltaba): el último de esos sueños.


Ya no hubo desprendimientos después del último, allá por los años en que Carmela ya estaba casada con Eduardo y esperaba su segundo hijo. Ese que perdió quién sabe por qué, nadie se lo explicó nunca, porque hay razones médicas, pero que no explican lo sustancial de las pérdidas, o sea, por qué hay que perder algo que uno ha cuidado tanto.

Había tenido muchos de esos falsos sueños que la ponían tan nerviosa por no poder controlarlos. Había aprendido a identificar cómo empezaba el asunto: como un cosquilleo en las manos mientras se iba quedando dormida, como si pesara cien kilos, se hundía en el colchón de puro cansada que estaba de correr el día entero con Delfina chiquita, el trabajo, la limpieza de la casa. Aprendió a evitarlos también, apenas empezaban, dándose una vuelta violenta en la cama que rompía el hechizo y alarmaba a Eduardo que grunía por qué demonios tenés que moverte tanto y pegarme patadas, además. Pero aun así, había veces, en que la sensación de hormigueo volvía y muy pronto andaba su cuerpo, supuestamente celeste, dando bocanadas para no despegarse del único cuerpo que a ciencia cierta conocía.

Había consultado el tema y alguna amiga, una que hacía yoga y estaba en esas cuestiones orientaloides que tan difícilmente cuajaban en su planeta aburguesado, le comentó que muy probablemente no era un sueño lo que tenía sino un desprendimiento astral. Y le dio un libro de Shirley McLaine que Carmela interrumpió a la tercera página. Ese abandono de lo que consideraba una soberana estupidez, fue contemporáneo, justamente, a la última pesadilla. Estaba, como dije, embarazada de un hijo que no llegaría a tener, y cómodamente instalada en una bonita casa de tres pisos que nunca terminaba de decorar, con un auto propio en el garaje y un ovejero en el jardín con piscina. Una vida amable y previsible, alejada de la pintura y las disquisiciones intelectuales y cercana al paddle de los fines de semana en un club tan selecto como aburrido.

El mundo exterior, fuera del perímetro del barrio cerrado en que vivía, era un decorado a veces incómodo de contemplar con el que solamente tomaba contacto a través de los libros, donde las miserias y la muerte eran cuestiones que le pasaban a otros, seres todos de ficción parecidos a esos reales que decían habitaban a mil metros del parrillero de su casa. Carmela no miraba la televisión ni leía periódicos, y los cuentos de los pequeños padecimientos ajenos que venían de bocas amigas, todas jóvenes todavía, eran la porción necesaria de amargura para compartir y mitigar el pudor que sentía por tener una vida tan fácil

Después de ese vuelo de cortísimo alcance, en el que Carmela se vio los propios brazos como haces de luz y alcanzó a sentarse en la cama mientras se dejaba seguir durmiendo a las espaldas, qué locura era ésa y qué ese imán en las cervicales que la inmovilizaba y le impedía salirse de sí misma, pero sí cayó de costado al piso alfombrado de su cuarto, cayó es un decir porque ella seguiría en su cama y lo que fuera no pudo darse vuelta y mirarla, pero eso que también era ella, sin duda, vio, debajo de la cama, el papel de caramelo Sugus que habría deslizado seguramente su hijita Delfina; después digo, de esa batalla infructuosa por dejarse ir, a ver qué sucedía, ya no hubo naufragios corporales, desdoblamientos ni asfixias. Había exorcizado su voluntad subconciente de dividirse para observarse, porque bien posicionada estaba ya en la vida real, el espejo le devolvía una imagen conocida y eso le alcanzaba.


domingo, 5 de septiembre de 2010

Vericueto 17: epifanía

Había llovido en Buenos Aires, torrencialmente, la tormenta de Santa Rosa, puntual este año, decía la portada de La Nación en la pantalla. Dato nada banal para ella, por muy lejos que estuviera ahora. Carmela sabe que esa furia del invierno moribundo abrirá otra vez, un tiempo en suspenso. Septiembre, el ombligo del año. Todo lo que pase antes o después es tiempo que fluye, pero septiembre tiene un tránsito peculiar para ella, un espacio en alerta, un tiempo temido.

Abre ahora la ventana al día algo nublado de Paris y expone la cara a la brisa fresca de la mañana. El otoño de este hemisferio se anuncia, es indudable. La calidad de la luz ha declinado y hay un olor a patio de escuela en el aire. Siente alivio. Aquí, septiembre no es el mes de la primavera y solo por eso, por haberse alejado en la geografía, se disuelve en algo el temor supersticioso.
Un cuervo, de esos que abundan en las plazas de la ciudad, destroza con su pico un trocito de alguna cosa sobre un tejado. Maître Corbeau sigue siempre en algún lado. Carmela sonríe y rodea con la mirada el paisaje desde su ventana. 

Todo está en su lugar y yo estoy aquí, en otro septiembre.

Parte de la ceremonia ritual con la que siempre busca exorcizar la inquietud es intentar septiembres más antiguos: los de su infancia. Pero no hay rastros de ellos en su memoria. No había entonces ninguna celebración familiar, ningún aniversario de nada y, salvo el 21, día de la primavera y del estudiante en su país, nada importante revestía ese mes sin feriados nacionales en sus rigurosos treinta días. Septiembre solo fue septiembre mucho después, se dice sin palabras a sí misma y cierra la ventana porque le da un ataque de estornudos y le lloran los ojos, un poco de alergia en el cambio de estación, un leve resfrío o tal vez algo peor, a ver si todavía me pesco una gripe de estas tan terribles que hay ahora.

Quién sabe por qué le pasan estas cosas a Carmela. Tan racional ella siempre y sentir, sin embargo, el espasmo de septiembre cada año desde, ella calcula- especula-, el atentado a las torres gemelas un año; el accidente de Eduardo, al siguiente;  la peor de las internaciones, en otro; su síncope cardíaco, en otro más. “Si paso septiembre, todo está bien”, bromeaba él mirando el almanaque colgado en la cocina. Era la broma con sabor a conjuro, la cábala de todos los años que duró el calvario, decir “hay que pasar septiembre” o “que septiembre pase rápido”, distraerse y despistar a al mes maligno, durante el cual crecía la tensión de estar vigilantes cada día, esperando el anochecer para meterse en la cama, como si eso fuera una pequeña victoria y luego, no dormir sino de a ratos, deseando el amanecer con impaciencia, como si no hubiera otra cosa más importante que hacer más que arrancar una nueva hojita del calendario cada mañana, felices de haber despertado, pero expectantes por lo que ese nuevo día pudiera depararles, intuición de la que no se hablaba abiertamente jamás, como no fuera con esa chanza que Eduardo esgrimía durante el desayuno, con una sonrisa al principio, o desde su cama más tarde, con un hilo de voz, si paso septiembre.

Carmela ejercita con frecuencia, voluntariamente, sus memorias, pero siempre las ve en sepia y conoce la nostalgia buena, la melancolía sin reclamos, la casi satisfacción de propietaria que suelen generarle. Pero desde que Eduardo murió, el último día de un septiembre, todas las imágenes de esos años reflotan con cierta virulencia, sin pedir permiso de evocación y con frescura de recién nacidas. Acusa al noveno mes del año (paradoja, la de llevar ese nombre de sietemesino cuando su ubicación denuncia gestación completa) por ese poder actualizador que le renueva la congoja de lo que no pudo ser. Saltan las lágrimas no lloradas del todo jamás por la misma puerta que les abrió la alergia o el resfrío que se pescó al abrir diariamente su ventana imprudente al otoño que se avecina. Saben saladas en su boca, saben a añoranza y un poquito a rabia todavía, cargadas de porqués, de planteos subjuntivos, de blasfemias, que no sirven para nada, ella lo sabe, pero que normalmente le suavizan un poco la rebelión indomable que siente frente a la fugacidad, la fragilidad, la muerte. El sin-sentido es como un carozo que se te atasca en la garganta y no pasa por más esfuerzos que uno haga para tragarlo. Carmela se indigna y llora, que ni tan siquiera estos recuerdos, tan míos, son confiables, porque la memoria es igual que la vista: lo deforma todo. No recordamos nada real, no vemos nada real. Es demasiado pedir resignarse a que nada es lo que creo o que todo sea solamente lo que parece. La amenaza de la irrealidad sobre la realidad es devastadora para el espíritu. 

Ya se vas de mambo otra vez, Carmela. Estabas en la evocación de los septiembres dolorosos de la enfermedad y muerte de Eduardo. Es lógico que te acuerdes porque empieza otro septiembre. Pero te preparás el ánimo sin darte cuenta.  Te desestabiliza el azar.  No le busques explicaciones difíciles a lo que es mera casualidad. Nada hay de temer en septiembre ni en ningún otro mes del año.

Pero el mecanismo ya echó a andar y es imposible detenerlo. Por qué sucedió lo que sucedió, qué podría haberse cambiado, evitado, qué no hice o por qué hice lo que hice... toda la misma sanata inútil para lo que es irreversible. Para no cometer los mismos errores, decía papá; lo importante es cómo reaccionamos frente a lo que ocurre, decía mamá. Porque no es lo único buscar causalidad en la hilación de los acontecimientos, sino las conexiones profundas que puede haber con otros orígenes, encontrar eso que nos lleva a reiterar maníacamente las mismas conductas. Lo que pasa por debajo de las cosas y tiene raíces insospechadas. Carmela le da, entonces, a su pensamiento una doble dirección. Escudriña todo sincrónica y diacrónicamente, como en las clases de lingüística, que todo es, al final y al cabo, relato y según sea el relato que nos hacemos. Yo me cuento, tú te cuentas, él se cuenta, y la realidad objetiva es solo que hay un otro, que también fabula sus propios cuentos, pero es inabordable para mí, el otro. 

Estoy sola de toda soledad en esto que me cuento me sucedió o me sucede. Todos lo estamos. Pero eso no es lo más dramático. Lo más desesperante es que para seguir adelante, me fundo en mi relato como si fuera real. Y no lo es. Toda historia tiene una base de barro que se derrite con la lluvia de los días.

Pero esta vez, en este septiembre alejado, frente a los mismos interrogantes, algo extraño sucederá. Las mismas preguntas sin respuesta se desprenderán por un instante de su esclerótico encandenamiento y se asociarán en un orden nuevo. Ya no involucran solo a esas vivencias dolorosas sino a toda su vida, desde los septiembres sin memoria de su infancia hasta el que ya no verá. El pensamiento se llena súbitamente de una comprensión sin respuestas. Carmela no entiende por qué entiende, en realidad.  La lucidez la hiere con una epifanía inesperada, en septiembre y en Paris, pero podría ser también en otro lado y en otra época del año. 

Ella de pronto ve, y ve que es bueno, más aun, que todo era bueno, y había sido hasta perfecto. La trama es uniforme y blanda, aun con los agujeros insondables que siempre tuvo. No se dará cuenta tampoco de que ahora era bueno y perfecto porque sencillamente había aceptado alguna cosa. Pasó el carozo y no sé muy bien cómo, se dirá maravillada. Aceptar podía ser una manera de comprender, una forma superior de entendimiento, una especie de iluminación. Era una lástima que uno no pueda aceptar algo a voluntad; una pena que tampoco pudiera eso explicarse. 

Ya se ocuparía otro día de escudriñar si había habido o no algún elemento inadvertido que desencadenara tal serenidad luminosa que parecía revestirlo todo. Su pensamiento nada un rato en esas aguas mansas y le parece que en su habitación hay como un olor de estreno, una dimensión inaugural. Ya no es éste un tiempo agorero, sino sagrado, un fuera del tiempo más bien, que contiene todas las cosas, todas las imágenes y las voces, con todos sus interrogantes que no molestan, un tiempo propicio para la refundación anual, acaso cósmológica, de ese pequeño planeta llamado Carmela.


miércoles, 16 de junio de 2010

Vericueto 15: profundidades en el metro

En el metro siempre es de noche y los rostros verdean un poco bajo la luz tan blanca, impiadosa para las arrugas. Por eso, seguramente la mujer rubia era menor que ella misma, pensó Carmela y dio vuelta la cabeza hacia la ventanilla, para mirar la noche del túnel, a través de las gafas oscuras, y se cruzó de brazos, se hundió en la butaca, como para esconderse de esos pensamientos.  A ella no la preocupaba la vejez por cuestiones estéticas o sexuales. Si quería verse joven era para poder pensar que todavía estaba lejos la decadencia espantosa que ahora veía en su propia madre. Nada sería que uno se olvidara de las cosas si eso no le generara tanta angustia. Beba lloraba por teléfono porque no encontraba sus llaves, que seguramente alguien había escondido para mortificarla, esa bruja que me pusiste de empleada y no me gusta nada, porque faltan cosas en la casa y es ella, estoy segura, ella, que además come y come el día entero y a mí, ni un té me sirve, te lo digo a vos, querida, esta mujer es ladrona, se le ve en la cara y yo no la soporto y le voy a decir que se vaya. Y era la cuarta o la quinta empleada en el año, porque una robaba, la otra no le hablaba, la otra la quería matar  y a todas las echaba. A veces era tan convincente, su madre, que uno terminaba por creerle, como cuando hicieron la denuncia del robo de un anillo que yo no lo uso jamás, siempre lo dejo en su estuche, ni para mirarlo siquiera, me lo regaló tu padre y a veces me gusta mirarlo, pero ya no lo uso, jamás me lo pongo, ni para salir porque fijáte que ahora se me cae, de tan flaca que me he puesto. Y después del revuelo de la policía que interrogó a la pobre Angustias, qué nombre tiene esa mujer, me deprime, es mejor que se vaya, el anillo apareció en el costurero.

El replandor de la estación Chatelet en la ventanilla y el metro que ralentaba la marcha la hicieron saltar de su banqueta. Otra vez se había pasado, dos estaciones, y ya llegaba tarde a su cita con el terapeuta, otra vez con la cabeza en cualquiera cosa menos en lo que tenía que estar. Manoteó su bolso y se sobresaltó al no encontrar enseguida el otro bolsito con el pequeño perfume que había comprado en Séphora, me lo robaron seguro, qué imbécil que soy, lo que le produjo una angustia repentina. Miró a todos lados,  soy una distraída y me lo robaron, se palpó los bolsillos del tapado y se calmó al revisar su bolso y encontrarlo ahí.  Se abrieron las puertas del metro y empezó a descender mucha gente mientras otro montón esperaba para subir. En Chatelet siempre había un recambio fuerte. Claro, si lo había sacado del bolsito porque era incómodo cargarlo, reflexionó saliendo lentamente. Era buena esa costumbre de no empujar que había aprendido en París. Siempre había tiempo de salir del metro, era misterioso eso, especialmente en las horas pico, si uno está lejos de la puerta, pero siempre se abría un hueco por donde escurrirse, sin necesidad de perdir permiso ni abalanzarse sobre el de adelante. Un alivio lo del perfume, lo había guardado ella misma en el fondo del bolso para que no entorpeciera el manejo de la billetera y otras cosas,  qué tontería no estar conciente de lo que uno hace cuando lo hace. Tal vez era así que empezaba el asunto temido, el de la vejez.

Vericueto 14: profundidades del metro

Fue tan inesperado como cortés, el ofrecimiento de esa chica, pero Carmela se esforzó en sonreír y se sentó. Después miró hacia arriba y vio la publicidad de un instituto de inglés: una cara bonita abriendo la boca y mostrando una lengua pintada con los colores de la bandera británica. Bajó la mirada y la reposó en el rostro de una mujer que iba sentada frente a ella ahora, una mujer que tendría unos cincuenta o no, quizás un poco más, por cómo iba vestida y por cómo las mejillas se le habían caído ya un poco.  Carmela abrió su bolso y buscó las gafas negras. Era tonto ponerse gafas negras dentro del metro, pero eso le permitía mirar a gusto a la gente, a las mujeres, sobre todo, porque esa mujer de la cara ligeramente caída y los labios apretados la había descubierto contemplándola y eso no era cortés.  En realidad, la mujer tenía la boca relajada, pero ya se le insinuaban esas arruguitas sobre el labio, esos trazos finitos y radiales que dejan los muchos besos que uno da en la vida, los muchos zumos de naranja que se aspiran por una pajita y los litros de mate que me tomé durante años, sorbiendo de la bombilla y sin pensar que ese hábito inocente convertiría mi boca pulposa en un ano fruncido. Alguien le comentó una vez que eso se resolvía ahora con unas inyecciones de colágeno, o con un rellenado, mejor. Pero Carmela desdeñaba esos recursos, porque para ella, no había nada más inútil que una batalla contra el tiempo, nada más antiestético que los rostros patéticos sin edad. Esa mujer rubia, teñida claro, pero rubia desde la piel clara y los ojos tan azules, era, sin duda, seis o siete años mayor que ella. O quizás no. Carmela se preguntó si los demás la verían a ella igual que ella a esa mujer, de la misma edad, se entiende. Era obvio que esa colegiala que le acababa de dar el asiento lo hizo con una cortesía selectiva, un poco gremial y nada espontánea, porque se bajó de inmediato en la siguiente estación, y ya se sabe que hoy día, no hay caballeros que le ofrezcan el asiento a una dama. Pero no porque ella pareciera una vieja, no. De hecho, Carmela estaba segura de que se veía más joven que esa mujer rubia de la cara caída. Aunque, muchas veces le ocurría eso, de pensar que otra era mayor que ella y después descubrir que no, que eran de la misma edad. Puede uno ser tan ciega frente al propio espejo? Es que no vale mirarse al espejo para buscar la evidencia, porque el espejo te miente siempre; como el del cuento de Blancanieves, todos los espejos mienten y nos devuelven el mismo rostro conocido que no vemos envejecer, especialmente si lo miramos sin gafas.  Misericordiosa presbicia que te aleja de la realidad, que pone una niebla entre tu ojo y esas arrugas que te araron los enojos y los duelos. Otra cosa es una foto, las fotos son despiadadamente honestas y te evidencian que ya estás pasadita, Carmela, aunque de tanto en tanto algún señor se dé la vuelta para mirarte. Son señores bien viejos los que te miran ahora y desde hace mucho. Ahí se da cuenta una mujer de cómo luce, en cuáles miradas atrae. Hasta no hace mucho, si es que quince años son poca cosa, había hasta piropos en la calle. Pero las costumbres cambian y los hombres ya no piropean a las chicas. Así que esa chica que le acababa de dar el asiento, porque se bajaba enseguida y no porque ella pareciera una vieja, era una pobre chica que seguramente ignorará siempre la adrenalina del susurro, melodioso y algo procaz, de un perfecto desconocido en la calle.

Vericueto 13: vuelta a la historia de Carmela


Mamá se enojó conmigo en Londres porque no la dejaba comprar nada según ella, y yo ya nos veía pagando una fortuna de sobrepeso en el viaje de vuelta. No es que ella fuera muy gastadora, sino que ya empezaba a revelarse en mí esta relación difícil con el dinero que no comprendo todavía. Ahora que vivo en París, una tentación de boutiques para cualquiera, sigo siendo estúpidamente reacia a comprar cualquier cosa que no sea comida. Tengo con la comida una especie de tara de postguerra. Las alacenas y la nevera deben estar siempre bien surtidas. Toda otra inversión, por mínima que sea, me produce una sensación absurda de culpa.

La relación con Roberto acabó el mismo día en que regresaron a Buenos Aires. En realidad, él tampoco la había extrañado mucho. Solo se habían enviado un par de cartas con variada información, un beso grande y ningún te quiero. Fue casi un alivio para Carmela que esa primera noche, él le diera de inmediato pie para tratar la cuestión de que se llevaban bien, pero algo demasiado esencial les faltaba. Estuvieron en un todo de acuerdo, decidieron acabar limpiamente el asunto y terminaron la velada tomándose un Nesquik con masitas en la cocina. Carmela lo despidió sin darle la bufanda inglesa que le había traído de regalo, hasta pronto y buena suerte, y se fue a dormir, con el alma cargada de la depresión post-viaje para consolarse con la reserva de una fantasía loca que guardaba desde la última semana en España.

Porque cuando terminó el periplo de Polvani, en Madrid, despidieron a Lourdes en el aeropuerto  con todos los demás del grupo que regresaban a Buenos Aires. Y ellas dos se quedaron. Carmela estaba tan fascinada con todo lo que había visto que desde hacía quince días, le insistía a Beba para que no se volvieran sin conocer Andalucía y visitar a los familiares de Vigo, dos destinos que no  habían estado incluidos en la excursión y que era una verdadera pena no hacer, ya que estarían en España. Beba extrañaba ya tanto a su marido y su hijo, que lloriqueaba por los rincones, pero imposible resistirse a la elocuencia y poder de convencimiento de Carmela. Un llamado telefónico a Buenos Aires suavizó algo la nostalgia de Beba y en Niza, recibieron el cable habilitador de parte del padre con el envío de dos mil dólares extra a cobrar en el Banco Central de Madrid, cuando llegaran a España, final del viaje.

Es un cuento de hadas hecho realidad, de acuerdo, pero eso es una verdadera lástima, porque magia y realidad no se llevan, Carmela. Te lo he dicho infinidad de veces. No por nada los cuentos terminan en el amor feliz y nada cuentan de lo que viene después, cuando el príncipe arrancado al anfíbico hechizo, se reconvierte en algo peor que el simpático sapo, en un señor barrigón que ronca, tiene un humor de los mil demonios cada mañana y tiene el pésimo gusto de encamarse con una colega del estudio. Todas sabemos eso porque la verdad es que ninguna es tampoco la princesa bellísima y suave del cuento por más que un tiempo breve. Los cuentos de hadas tienen forzosamente que permanecer fuera de la realidad so pena de perder eficacia. 


Le doy lugar a la hipótesis de que la realidad no es unívoca. Postulemos que hay varios estratos de realidades que conviven en paralelo y que, por quién sabe qué mecanismo se manifiesta a veces en esto que llamamos la vida real. Admitamos que lo que llamamos magia no es sino una realidad diferente que aparece de golpe, como la visión de otro plano que se inmiscuye en nuestro mundo palpable para desordenarnos de repente el asunto de vivir. Como si se abriera una puerta cortazariana a otra dimensión, puede ser también alguna de las de las de Alicia, una puerta que no sabíamos estaba dentro de la casa que habitamos y decimos conocer tanto que podríamos caminarla con los ojos cerrados. 
Bien, que es posible, solo posible y no probable, que eso que llamamos intuición o pálpito en contraposición a lo que es logizable o razonado, no sea más que la percepción repentina de algo que se desarrolla en otro plano. Sé que esto es traducible en lenguaje matemático, desde luego, pero a mí nunca se me dio bien la física y mucho menos las matemáticas. En cuestión de multiuniverso o teorías de cuerdas y supercuerdas, estoy frita. 

lunes, 7 de junio de 2010

lunes, 3 de mayo de 2010

Vericueto 12: conjuros.

Carmela estaba inexplicablemente triste en esa tarde gloriosa de otoño. Sufría ese fondo de melancolía de que solía hablar su padre. Todo a su alrededor vibraba, el ajetreo de las gentes entrando y saliendo de los comercios, el paso de los autos, los niños en la plaza que jugaban con esa intensidad que tiene algo de eterno, el cielo magníficamente azul que se recortaba entre las ramas de los árboles. Sin embargo, no se sentía integrada a ese derroche de vida y movimiento. La amenaza incierta de ese dolor en la espalda, un dolor que se repetía desde hacía demasiado tiempo como para poder ser ignorado, la ponía un poco al margen de la fiesta. Vio un magnífico tapado gris en una vidriera. Hacía dos inviernos que no reponía nada de su guardarropas. Tenía un abrigo negro de buena calidad, neutro, que iba con todo, y que casi no usaba, así que en realidad no necesitaba otro. Se encontró, sin embargo, dentro de la boutique. En qué momento había entrado y qué palabras intercambió con la vendedora que la miraba de atrás, mientras ellas se abotonaba el tapado frente al enorme espejo, lo bien que le quedaba.
Entonces, abrió el bolso, sacó la tarjeta de crédito y se la entregó a la vendedora. 

Hoy me compré otro tapado que me sobrevivirá.

Resulta que hay un día incierto en el que la muerte, eso que le pasa a los demás, deja de ser una posibilidad y se vuelve para uno una certeza de cualquiera de estos días. La conciencia se le despierta a uno en un instante muy puntual, azaroso, a propósito de ese dolorcito recurrrente en la espalda que hace quince días no estaba, por ejemplo, o porque sí no más. Uno tuvo toda la vida para fantasear qué sería lo que se lo llevaría de este mundo, y ahora, lleva bajo el brazo el sobre enorme con los resultados de los estudios médicos que le hicieron hacer a causa del dolorcito. Entonces piensa que tal vez esté llevando la información clasificada del cómo y porqué que develarán la incógnita. Busca el tranquilizante de pensar en el futuro, un viaje, un curso, una visita, un plan cualquiera, y de pronto, algún muro se alzó que impide imaginarlo. Mira el calendario en la mente y busca una fecha a tantos años adelante, pero no puede pensarse ese día porque es altamente improbable que uno esté ahí entonces. Contabiliza al voleo la cantidad enorme de lugares que ya no visitará, de cosas que nunca alcanzará a aprender, de objetivos absurdos para uno y tan posibles  para otros. Repasa rápidamente los cincuenta años que lleva vividos y se da cuenta de que ya asistió a demasiados entierrros como para que uno de estos días no le toque el propio. Se hace entonces falsas promesas de que a partir de ahora se cuidará mejor, que no comerá tantas grasas, que dejará el cigarro y el alcohol para siempre y se anotará en el gimnasio. Es porcentualmente variable la posibilidad de que muramos de cáncer o por accidente cerebrovascular o estrellados en una carretera. Son solamente maneras de lo irremediable y costaría elegir la forma, si se nos diera la oportunidad. Porque ni siquiera morir durante el sueño resultaría atractivo cada noche que fuera uno a acostarse. 
Un accidente acaso mata, se dijo Carmela, también una enfermedad y hasta un disgusto pueden matar, pero lo que indudablemente mata es vivir. A esta altura de la historia humana deberíamos tomar el asunto con más naturalidad, caramba. Por qué nos resistimos tanto a morir, si desde el vamos sabemos que es el precio que se paga por haber vivido. El primer berrido que echamos es la protesta ante ese contrato injusto. Pero aunque la vida sea una fiesta hostil, no queremos que acabe y, en medio de ella, la muerte parece un error lamentable, algo que no debería suceder, porque nadie en su sano juicio la desea como no sea para escapar de algo que se considera todavía peor. 

Carmela pensó entonces que cada impulso, cada intento, cada elección, todos los actos cotidianos con los que nos afirmamos en la vida, pintar, tomar un crédito, aprender algo nuevo, enamorarnos... no son más que conjuros, maneras tontas de protestar lo inevitable, como ese tapado gris, bello e inútil, que llevaba en el bolso de cartón blanco con el logo de la boutique carísima. 

martes, 13 de abril de 2010

Vericueto 11: Extracto del diario de Carmela



Es de noche y todos duermen en casa. Salvo yo, naturalmente.
Estaba en la cama y daba vueltas y vueltas sin conseguir el sueño. Como hago para casi todo. Doy vueltas. Y nada consigo salvo mareos. Condición femenina, sin duda, me digo desde el machismo ése que aprendemos las mujeres para disculpar  nuestras idioteces.
Idioteces.
Pero voy a hablar de mis virtudes.
No soy ninguna idiota. Más aún, soy bastante inteligente. Claro que se puede ser ambas cosas. Inteligente e idiota. No son excluyentes.
Me gusta ser inteligente. Y también, idiota. Es algo natural y cómodo, si se lo mira con buenos ojos.
Tengo una inteligencia veloz. Creo que  esto se me reveló a partir de una irremediable curiosidad por casi todo, sufro de una tara enciclopédica. El conocimiento fue engordando en base a la acumulación de información y ahora eso que llamo inteligencia veloz opera por simple asociación de datos. Sé muchas cosas y padezco de buena memoria. Soy buena para las fechas, por ejemplo, y ello me salvó en más de un examen escolar. Combino bien esos datos que se enquistan con ferocidad en los pliegues de mi cerebro. Impresiono a la gente con eso. Y me causa gracia que la mayoría llame inteligencia al hecho de ser simplemente, memoriosa.  Pero como nadie sabe en realidad qué sea la inteligencia, cualquier acierto puede pasar por ella. Refuerzo ese don con el hábito de una mirada alerta e inquisitiva y  un humor algo mordaz. Es suficiente para engañar a cualquiera sobre mi enorme potencial jamás actualizado en nada de valía.
Por otro lado, tengo una idiotez completamente vulgar y es lo que me une a la humanidad de la que formo parte. Aprecio especialmente mi idiotez –mucho más quizás que mi inteligencia- porque me hace sentir acompañada en este mundo. Debe ser terrible la soledad de una lucidez invulnerable.

Recuerdo de infancia 1

Ema, Elisa y León eran un trío inseparable. Llegaban siempre juntos y en ese orden recorrían con soltura el camino de entrada a mi casa.
Elisa y León eran matrimonio y Ema, hermana de Elisa. Todos eran viejos. León, salvo por su aspecto extemporáneamente atlético, lucía una vejez convencional: calvo, sordo, robusto y, cuando reía, le brillaba una corona de oro en alguno de los molares. Ema y Elisa eran distinguidas y vestían siempre impecables trajes en colores pastel. Al verlas, una podía imaginar una belleza antigua en sus rostros finos y ojos muy azules. Elisa tenía el gesto que deja una vida feliz. Era dócil y risueña y acataba con sumisión resignada el carácter autoritario de Ema, ceño fruncido siempre.
Habían sido muy bonitas las dos, según mi abuela. Y asombrosamente cultos, los tres. León era francés y décadas de vida en Argentina no habían vulnerado el hábito de su lengua materna ni la sana costumbre de caminar muchas cuadras cada día.
Creo que la amiga de mi abuela era Ema. Los otros asumieron esa amistad por parentesco, del mismo modo que se sumaron a la vida acomodada de Ema.Vivían juntos en un piso en Belgrano y tenían una casa quinta enorme sobre la Avenida Libertador, en Martínez, herencia del marido al que Ema nunca amó. Me casaron, dicen que decía, y uno podía suponer que su belleza rubia y delicada había sido el anzuelo para el cincuentón millonario que nunca pudo resignarse a no ser amado y que encontró la forma de vengarse de tanto desamor al quedar postrado. Pobre Ema, decía mi abuela cuando ella no estaba, claro. Y contaba cómo ella había querido divorciarse, pero que un tío mío, sacerdote, le rogó que no lo hiciera, que si no continuaba por amor, que al menos lo hiciera por caridad. Y Ema se aguantó años de penurias, ironías y malos tratos hasta que el hombre murió dejándole una fortuna y el alma definitivamente agriada..
Elisa, mucho más delgada que su hermana, era terriblemente divertida. Tenía una paciencia infinita para la audición imposible de León. Y era la encargada de abrir su cartera de cuero claro y extraer la bolsa de caramelos Sugus, la mayoría de menta, para nuestro disgusto. Se reía viéndonos repartir los azules y amarillos que pudiéramos rescatar de entre tantos verdes
Veraneaban en Mar del Plata, en una casa cercana a la iglesia de Stella Maris. No iban a la playa jamás, pero nos visitaban a menudo en el apartamento que mis padres tenían sobre la avenida Independencia. León se sentaba muy derecho, siempre con esa sonrisa ausente de los sordos, ignorando completamente las alabanzas que Ema y Elisa hacían de su enorme resistencia física.
Porque desde siempre, León había sido un gran caminador. E insistían en que el secreto de su longevidad estaba en sus caminatas diarias. 
El último verano de su vida, había alcanzado las noventa cuadras de ida y de vuelta hasta el Faro.


Vericueto 10

A su regreso, Carmela me contó que, de todos, los italianos eran los más guapos y atrevidos, que se avergonzó muchísimo el día que, en un restaurante, un genovés la sacó a bailar el tango que la orquesta empezó a tocar porque había argentinos en las mesas, y ella debió excusarse con que no sabía bailarlo;  que Giusseppe, el guía, después de su intentona con ella, la emprendió con otra del grupo, una cordobesa de más de treinta, soltera la pobre, que se consoló mal con el guapísimo florentino quien resultó casado y con tres hijos, confesión hecha pública entre lágrimas por la cordobesa, en una mesa de café en Viena, cuando todos asumían que el romance era promisorio, tan evidente había sido que se habían pasado tres noches consecutivas hechas en Bruselas, Amsterdam y Colonia, durmiendo juntos. También me contó de las dos parejas de homosexuales, dos ellos y dos ellas, que eran los más divertidos del grupo, siempre dispuestos a una copa más en algún bar. Lo más estresante había sido la situación con un otro del grupo, del cual no quiso darme el nombre pero sí que era entrerriano, que viajaba con su mujer, de luna de miel, ya viejos los dos, como de cuarenta casi, según Carmela. Parece que este señor le empezó a hacer ojitos, a enviar florcitas arrancadas en los jardines públicos, a susurrar piropos al oído cuando se lo cruzaba, o apretarse disimuladamente a ella cuando subían en un ascensor donde sobraba lugar, todo frente al evidente mal humor de su novel esposa. Carmela lo ignoraba con una sonrisa ingenua, no me doy cuenta de nada, no capto, no te entiendo, en lugar de ponerle una buena cara de culo, o un viejo verdolaga qué te pasa, que es lo que se debe hacer en esos casos. 

Lourdes lo pasó bien en Europa, aunque no le interesaron mucho los museos ni las catedrales y prefiriera salir de compras. Esa era la locura nacional en el extranjero porque en aquel tiempo todo le parecía una ganga al bolsillo argentino. Carmela se negaba a perder tiempo en las galerías y era Beba quien, en las tardes libres o incluso renunciando a algunas excursiones, salía a gastar los gaucho-dólares con Lourdes. Gracias a eso, Carmela conserva todavía algunos recuerdos más elogiables que las tarjetitas de los hoteles donde estuvieron y las trescientas fotografías que tomó, a saber: un impermeable de Aquascutum, un camisón Barbisson y un buzo de antílope al que Beba no pudo resistirse en Venecia. Los pendientes de coral y plata que, sí, ella misma se compró en Roma, se perdieron al igual que todas las servilletitas de papel de los bares y las diapositivas compradas en los kioskos. Las fotos fueron tomadas con una Kodak Pocket de la época, a color y en 9 por 9. Me parece que todavía las guarda, pero no puedo asegurar que no hayan sucumbido a alguna de las periódicas purgas que la aligeran de responsabilidades, como dice ella.

lunes, 12 de abril de 2010

Vericueto 9

En cambio, yo disfruté del viaje desde que me senté en la butaca clase turista, al lado de la ventanilla, para ver Buenos Aires desde arriba, en ese día magnífico de marzo en que comenzaba la aventura más inimaginada y fantástica de mi vida hasta entonces. Mi padre, que nada me negaba y financiaba la aventura Polvani como regalo de cumpleaños, había quedado en casa con Aníbal, solitos los hombres de mi vida y de la mi madre. No cuento a Roberto, con el que todavía estaba de novia. La excitación que me producía la idea de cruzar el Atlántico era insoportable y parloteaba incesantemente sobre las maravillas que íbamos a ver y anotaba todas las impresiones en mi cuaderno de viaje. A pesar del tranquilizante, mamá sufría con cada pequeña turbulencia. Lourdes casi no probó bocado y me desayuné, almorcé y merendé sus porciones con la voracidad que me distingue. Sé que me dormí porque al abrir los ojos ya era de día otra vez y por la ventanilla del avión, se dibujaba, de un verdor terroso y perfecta como en los mapas, la península ibérica. Madrid nos esperaba con cero grado de temperatura, según el anuncio del piloto. Abrí mi cuaderno y apunté también el dato, nada insignificante cuando se viene del tórrido verano porteño.

Te la pasaste escribiendo el viaje entero, Carmela. No te dormías hasta las dos de la mañana para ponerlo todo, y eso que se levantaban siempre tempranísimo, porque el tiempo era poco para ver tanta cosa en tan veloces cuarenta y cinco días que duró el viaje. Llevabas un enamoramiento literario de Londres, pero hiciste el amor con Paris y no te perdías ocasión de flirtear con el guía guapísimo para rechazarlo indignada cuando se atrevió a invitarte a una copa a su habitación en Florencia. Era obvio eso en vos, que siempre te enamorabas de uno pero amabas a otro y que jugabas a la modernosa liberal cuando sos tan conservadora y anticuada como tu nombre. Lloraste de emoción, o por sorpresa más bien tres veces. Una, frente a un cuadro del Greco, El Entierro del Conde de Orgaz que no esperabas ver en una iglesia, por lo cual te encontró desprevenida; otra, frente a la aparición del David, descomunal, al final de una sala en la que te deslizaste por una puerta lateral, curioseando no más, sin saber que allí estaría. Y la tercera, a mares, con hipos de niña perdida, a la salida de un lugar al que no esperabas ir ni tampoco encontrar lo que encontraste.
Carmela lloraba ante las emociones, estéticas o no, que la pillaban por sorpresa. Los ojos siempre se le humedecían un poco en el cine o mirando las noticias, pero lo que se dice llorar, no la he visto llorar jamás frente a lo que para ella era previsible. Y casi todo era para ella derivable. Únicamente lo fortuito le imponía un latigazo de desconcierto que la descontrolaba.



Es mentira, Carmela. No tenés el más mínimo pudor para el llanto y te hacés todavía más lejana. Tal vez porque te gusta mostrarte misteriosa y leíste una vez que el país de las lágrimas es tan misterioso! Llorás por cada tontera, hija mía, que cuando de verdad necesites de las lágrimas, te las habrás gastado todas. Y como no se puede sino llorar frente a ciertas cosas, llorarás por otro lado. No desperdicies ahora tanta agua, que sos todavía tan joven, a pesar de esos ojos de mujer antigua que te puso la naturaleza en la cara. Es desconcertante esa mirada de veterana de guerra que tenés a los veinte años, nena. Qué ojos vas a tener para después de las batallas, entonces?

Vericueto 8





Su tiempo de facultad habrá sido muy agradable para ella, buscadora de la verdad con mayúscula, porque no hay verdades sino una verdad profunda en todas las cosas, repetía, que debe necesariamente coincidir y ser la misma porque todo está relacionado y en relación con ella. Todo para Carmela debía coincidir en algún punto, todo estaba entramado en un orden que la inteligencia descubría con paciencia y trabajo. Por esa logicidad extrema, la idea del azar le incomodaba, tanto como la seducía desentrañar lo que debe aceptarse como misterio.

-Hasta la Santísima Trinidad es una cuestión logizable.
-Ajá?
-Considerando las dos potencias espirituales, inteligencia y voluntad, que poseemos los hombres y que también posee Dios.
-Ajá...
-Si en Dios hubiera más potencias, sería más imperfecto que el hombre y eso no es concebible siendo que se trata de Dios.
-Ajá...
-Y tampoco puede tener una única potencia Dios, ya que inteligencia y voluntad son irreductibles.
-Che, Carmela, cuándo es que te vas?
-El 15 de marzo, a las cinco de la tarde.

Se iba de viaje, con su madre y con Lourdes, a la que habían convencido de ir también, para que se distrajera un poco, si es que era posible distraerse del hecho de que tu novio se mate en un accidente de moto veinticinco días antes de tu boda. Lourdes no tenía ganas ni de levantarse por las mañanas desde hacía dos meses, el día en que la llamaron por teléfono para informarle que ya no iba a casarse con Hernán. O no fue eso lo que le dijeron, pero fue lo que ella entendió antes de pegar el grito que le desgarró la vida en dos, antes y después de Hernán. Aunque, para decir verdad, no habría después mucho en su vida. Bien, que ésa es otra historia y solo cuenta aquí que fue Lourdes quien acompañó a Carmela y a Beba en aquel viaje a Europa.

Era la época del gaucho-dólar, ése que instauró uno de los tantos ministros de economía geniales que supimos conseguir en la Argentina y que le permitió a mucha gente comprarse dos televisores a precio de uno en Miami, degustar el jamón de cerdos holandeses, mucho más rico y barato que el de los chanchos de la granjas bonaerenses; y viajar en avión por primera vez en la vida. No, no primera vez. Carmela había viajado ya en un Comet 4, de Comodoro Rivadavia a Buenos Aires, pero tenía entonces cuatro años y de ese vuelo solo recordaba el llanto de su madre, que tenía pánico al avión. Esta vez, viajarían en un Boeing 747 de Aerolíneas Argentinas y Beba anestesiaría el pavor con un Valium 10 mientras Lourdes rezaría, durante las once horas de vuelo, para que el avión se cayera y se terminara de una vez por todas esa vida de mierda sin Hernán.

Vericueto 7: los sueños

La primera parte del secreto tiene que ver con una especie de pesadilla que Carmela decía tener a menudo. No era un sueño exactamente, pero así lo definía, como un sueño. Carmela soñaba que dormía y era desesperante porque la sensación de lucidez era tan vívida que deseaba despertarse a sí misma. Veía su escritorio, la silla, el cuadro que colgaba del muro, la alfombrita azul y sus pantuflas. Oía la voz de su abuela, que vivía con ellos por ese entonces, rezando en la habitación de al lado. Todo era tan real como si estuviera despierta, pero ella no podía moverse, se veía el brazo inerte a lo largo del torso y el montículo de la manta ocultando sus pies al final de la propia cama, y la inmovilidad completa de su propio cuerpo. Veía todo eso y no lograba avisarse a sí misma que no era lógico estar así cuando estaba despierta. Lo peor es que no alcanzaba nunca a verse entera, en esa posición horizontal y paralítica de la pesadilla. Sabía que estaba allí, pero no se veía y, entonces, no estaba segura de ser. El esfuerzo por despertarse era tan herculeo que le mezquinaba el aire, sentía se ahogaba, gritaba para que alguien viniera a moverla, pero nadie venía porque la voz no salía de su garganta dormida, hasta que, en una especie de golpe repentino, lograba reincoporarse y abría los ojos, agitada y sudorosa, por el pánico de haberse creído muerta.


Esa pesadilla era relativamente frecuente en la adolescencia, tiempo en el que se reiteraban otros sueños más amables aunque también algo bizarros y que ella relataba con delicia en todos sus detalles. El de los dientes que se le pudrían dentro de la boca, se le desprendían de las encías y ella los escupía indefinidamente. Un sueño bastante común ése. El otro, el de que estaba parada en un patio de mármol, con las manos atadas en la espalda, frente a un pelotón de fusilamiento que hacía fuego y ella se sentía caer, sin dolor, sabiendo que se moría.
Había uno que recuerdo que me encantó, el de la chica vestida de azul que corría por una pradera de un verde cegador. Ese sueño se le repitió solo una vez, según ella, pero era bastante más largo que los otros.


Yo estaba sentada junto a una ventana, dentro de una especie de cabaña, me parece, y entraba un hombre alto, no muy joven, de pelo largo y oscuro anudado en una cola de caballo, vestido con una chaqueta y botas de cuero. Era alguien conocido para mí en el sueño, entraba y me miraba muy fijo con unos ojos muy azules. Los ojos se le destacaban mucho en el rostro moreno. Era una mirada muy tierna, como doliente, y me conmovía, pero también me amenazaba, como si hubiera venido a violarme o a matarme. Entonces, yo sentía que debía huir y salía corriendo por la puerta. Corría y corría por un parque muy verde. Había árboles algo lejos, como un bosque, y yo veía mis pies debajo de un vestido azul algo pesado que no me dejaba correr libremente, corría largo rato hasta que aparecía otra casa, con una puerta que yo abría precipitadamente para refugiarme ahí. Cerraba bien la puerta y, aliviada, me daba la vuelta. Entonces, me veía en un espejo de esos enormes, espejo de pie con marco de madera, creo. O quizás esto lo invento, lo del marco, pero era sí un espejo porque yo me veía. Y no era yo. No era yo! Era otra mujer la que veía, pequeña, bastante bonita, de pelo oscuro y rostro muy blanco, vestida sí con el mismo vestido azul. Era rarísimo verme en el espejo y ver a otra mujer, pero no sentía impresión ni miedo en el sueño. Lo mejor de ese sueño son los colores tan nítidos.
Y el viejo ése, te perseguía?
No sé. Creo que sí, creo que me perseguía al principio pero después, no. Después yo lograba evadirlo. No sé por qué corría yo, en realidad, porque el hombre ése me atraía mucho. Los ojos ésos, tan acuosos y tristes. Y no era viejo. Era como de cuarenta y pico, y yo, en el espejo tampoco parecía muy joven.


Una vez leí en un libro de Kundera, una frase que copio ahora, aunque no sé si es textual porque no la recuerdo de memoria. “Soledad: dulce ausencia de miradas”. Maravillosa definición. La mirada de los demás nos corporiza, nos actualiza o nos da existencia. Si nadie te mira es como que no sos del todo. Pero no alcanza con que te miren de pasada no más, por supuesto. Tienen que mirarte y, al hacerlo, distinguirte, claro. Una mirada que no ve no sirve. Un par de ojos se detiene en los tuyos una fracción de segundo más de lo prudente y es como que te hace renacer para alguien. Entonces, tu ser se corrobora y se afirma. La mirada toca, es el tacto primordial, ineludible antesala del decir. No se puede nombrar lo que no se ve de alguna manera. Las cosas existen porque alguien las ve. Por eso, creo ahora, que yo pintaba pupilas.