Vericueto : Lugar o sitio áspero, alto y quebrado, por donde no se puede andar sino con dificultad.
Decir: Manifestar con palabras el pensamiento.

Bienvenidos a mi nuevo intento, el último quizás, de contar esta historia. Esto es un laboratorio de escritura, que quede claro. Publico según escribo, sin revisión ni corrección, con lo cual no es improbable que haya contradicciones o incongruencias, idas y vueltas, en fin, como en la vida.

miércoles, 16 de junio de 2010

Vericueto 14: profundidades del metro

Fue tan inesperado como cortés, el ofrecimiento de esa chica, pero Carmela se esforzó en sonreír y se sentó. Después miró hacia arriba y vio la publicidad de un instituto de inglés: una cara bonita abriendo la boca y mostrando una lengua pintada con los colores de la bandera británica. Bajó la mirada y la reposó en el rostro de una mujer que iba sentada frente a ella ahora, una mujer que tendría unos cincuenta o no, quizás un poco más, por cómo iba vestida y por cómo las mejillas se le habían caído ya un poco.  Carmela abrió su bolso y buscó las gafas negras. Era tonto ponerse gafas negras dentro del metro, pero eso le permitía mirar a gusto a la gente, a las mujeres, sobre todo, porque esa mujer de la cara ligeramente caída y los labios apretados la había descubierto contemplándola y eso no era cortés.  En realidad, la mujer tenía la boca relajada, pero ya se le insinuaban esas arruguitas sobre el labio, esos trazos finitos y radiales que dejan los muchos besos que uno da en la vida, los muchos zumos de naranja que se aspiran por una pajita y los litros de mate que me tomé durante años, sorbiendo de la bombilla y sin pensar que ese hábito inocente convertiría mi boca pulposa en un ano fruncido. Alguien le comentó una vez que eso se resolvía ahora con unas inyecciones de colágeno, o con un rellenado, mejor. Pero Carmela desdeñaba esos recursos, porque para ella, no había nada más inútil que una batalla contra el tiempo, nada más antiestético que los rostros patéticos sin edad. Esa mujer rubia, teñida claro, pero rubia desde la piel clara y los ojos tan azules, era, sin duda, seis o siete años mayor que ella. O quizás no. Carmela se preguntó si los demás la verían a ella igual que ella a esa mujer, de la misma edad, se entiende. Era obvio que esa colegiala que le acababa de dar el asiento lo hizo con una cortesía selectiva, un poco gremial y nada espontánea, porque se bajó de inmediato en la siguiente estación, y ya se sabe que hoy día, no hay caballeros que le ofrezcan el asiento a una dama. Pero no porque ella pareciera una vieja, no. De hecho, Carmela estaba segura de que se veía más joven que esa mujer rubia de la cara caída. Aunque, muchas veces le ocurría eso, de pensar que otra era mayor que ella y después descubrir que no, que eran de la misma edad. Puede uno ser tan ciega frente al propio espejo? Es que no vale mirarse al espejo para buscar la evidencia, porque el espejo te miente siempre; como el del cuento de Blancanieves, todos los espejos mienten y nos devuelven el mismo rostro conocido que no vemos envejecer, especialmente si lo miramos sin gafas.  Misericordiosa presbicia que te aleja de la realidad, que pone una niebla entre tu ojo y esas arrugas que te araron los enojos y los duelos. Otra cosa es una foto, las fotos son despiadadamente honestas y te evidencian que ya estás pasadita, Carmela, aunque de tanto en tanto algún señor se dé la vuelta para mirarte. Son señores bien viejos los que te miran ahora y desde hace mucho. Ahí se da cuenta una mujer de cómo luce, en cuáles miradas atrae. Hasta no hace mucho, si es que quince años son poca cosa, había hasta piropos en la calle. Pero las costumbres cambian y los hombres ya no piropean a las chicas. Así que esa chica que le acababa de dar el asiento, porque se bajaba enseguida y no porque ella pareciera una vieja, era una pobre chica que seguramente ignorará siempre la adrenalina del susurro, melodioso y algo procaz, de un perfecto desconocido en la calle.

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