Vericueto : Lugar o sitio áspero, alto y quebrado, por donde no se puede andar sino con dificultad.
Decir: Manifestar con palabras el pensamiento.

Bienvenidos a mi nuevo intento, el último quizás, de contar esta historia. Esto es un laboratorio de escritura, que quede claro. Publico según escribo, sin revisión ni corrección, con lo cual no es improbable que haya contradicciones o incongruencias, idas y vueltas, en fin, como en la vida.

domingo, 5 de septiembre de 2010

Vericueto 17: epifanía

Había llovido en Buenos Aires, torrencialmente, la tormenta de Santa Rosa, puntual este año, decía la portada de La Nación en la pantalla. Dato nada banal para ella, por muy lejos que estuviera ahora. Carmela sabe que esa furia del invierno moribundo abrirá otra vez, un tiempo en suspenso. Septiembre, el ombligo del año. Todo lo que pase antes o después es tiempo que fluye, pero septiembre tiene un tránsito peculiar para ella, un espacio en alerta, un tiempo temido.

Abre ahora la ventana al día algo nublado de Paris y expone la cara a la brisa fresca de la mañana. El otoño de este hemisferio se anuncia, es indudable. La calidad de la luz ha declinado y hay un olor a patio de escuela en el aire. Siente alivio. Aquí, septiembre no es el mes de la primavera y solo por eso, por haberse alejado en la geografía, se disuelve en algo el temor supersticioso.
Un cuervo, de esos que abundan en las plazas de la ciudad, destroza con su pico un trocito de alguna cosa sobre un tejado. Maître Corbeau sigue siempre en algún lado. Carmela sonríe y rodea con la mirada el paisaje desde su ventana. 

Todo está en su lugar y yo estoy aquí, en otro septiembre.

Parte de la ceremonia ritual con la que siempre busca exorcizar la inquietud es intentar septiembres más antiguos: los de su infancia. Pero no hay rastros de ellos en su memoria. No había entonces ninguna celebración familiar, ningún aniversario de nada y, salvo el 21, día de la primavera y del estudiante en su país, nada importante revestía ese mes sin feriados nacionales en sus rigurosos treinta días. Septiembre solo fue septiembre mucho después, se dice sin palabras a sí misma y cierra la ventana porque le da un ataque de estornudos y le lloran los ojos, un poco de alergia en el cambio de estación, un leve resfrío o tal vez algo peor, a ver si todavía me pesco una gripe de estas tan terribles que hay ahora.

Quién sabe por qué le pasan estas cosas a Carmela. Tan racional ella siempre y sentir, sin embargo, el espasmo de septiembre cada año desde, ella calcula- especula-, el atentado a las torres gemelas un año; el accidente de Eduardo, al siguiente;  la peor de las internaciones, en otro; su síncope cardíaco, en otro más. “Si paso septiembre, todo está bien”, bromeaba él mirando el almanaque colgado en la cocina. Era la broma con sabor a conjuro, la cábala de todos los años que duró el calvario, decir “hay que pasar septiembre” o “que septiembre pase rápido”, distraerse y despistar a al mes maligno, durante el cual crecía la tensión de estar vigilantes cada día, esperando el anochecer para meterse en la cama, como si eso fuera una pequeña victoria y luego, no dormir sino de a ratos, deseando el amanecer con impaciencia, como si no hubiera otra cosa más importante que hacer más que arrancar una nueva hojita del calendario cada mañana, felices de haber despertado, pero expectantes por lo que ese nuevo día pudiera depararles, intuición de la que no se hablaba abiertamente jamás, como no fuera con esa chanza que Eduardo esgrimía durante el desayuno, con una sonrisa al principio, o desde su cama más tarde, con un hilo de voz, si paso septiembre.

Carmela ejercita con frecuencia, voluntariamente, sus memorias, pero siempre las ve en sepia y conoce la nostalgia buena, la melancolía sin reclamos, la casi satisfacción de propietaria que suelen generarle. Pero desde que Eduardo murió, el último día de un septiembre, todas las imágenes de esos años reflotan con cierta virulencia, sin pedir permiso de evocación y con frescura de recién nacidas. Acusa al noveno mes del año (paradoja, la de llevar ese nombre de sietemesino cuando su ubicación denuncia gestación completa) por ese poder actualizador que le renueva la congoja de lo que no pudo ser. Saltan las lágrimas no lloradas del todo jamás por la misma puerta que les abrió la alergia o el resfrío que se pescó al abrir diariamente su ventana imprudente al otoño que se avecina. Saben saladas en su boca, saben a añoranza y un poquito a rabia todavía, cargadas de porqués, de planteos subjuntivos, de blasfemias, que no sirven para nada, ella lo sabe, pero que normalmente le suavizan un poco la rebelión indomable que siente frente a la fugacidad, la fragilidad, la muerte. El sin-sentido es como un carozo que se te atasca en la garganta y no pasa por más esfuerzos que uno haga para tragarlo. Carmela se indigna y llora, que ni tan siquiera estos recuerdos, tan míos, son confiables, porque la memoria es igual que la vista: lo deforma todo. No recordamos nada real, no vemos nada real. Es demasiado pedir resignarse a que nada es lo que creo o que todo sea solamente lo que parece. La amenaza de la irrealidad sobre la realidad es devastadora para el espíritu. 

Ya se vas de mambo otra vez, Carmela. Estabas en la evocación de los septiembres dolorosos de la enfermedad y muerte de Eduardo. Es lógico que te acuerdes porque empieza otro septiembre. Pero te preparás el ánimo sin darte cuenta.  Te desestabiliza el azar.  No le busques explicaciones difíciles a lo que es mera casualidad. Nada hay de temer en septiembre ni en ningún otro mes del año.

Pero el mecanismo ya echó a andar y es imposible detenerlo. Por qué sucedió lo que sucedió, qué podría haberse cambiado, evitado, qué no hice o por qué hice lo que hice... toda la misma sanata inútil para lo que es irreversible. Para no cometer los mismos errores, decía papá; lo importante es cómo reaccionamos frente a lo que ocurre, decía mamá. Porque no es lo único buscar causalidad en la hilación de los acontecimientos, sino las conexiones profundas que puede haber con otros orígenes, encontrar eso que nos lleva a reiterar maníacamente las mismas conductas. Lo que pasa por debajo de las cosas y tiene raíces insospechadas. Carmela le da, entonces, a su pensamiento una doble dirección. Escudriña todo sincrónica y diacrónicamente, como en las clases de lingüística, que todo es, al final y al cabo, relato y según sea el relato que nos hacemos. Yo me cuento, tú te cuentas, él se cuenta, y la realidad objetiva es solo que hay un otro, que también fabula sus propios cuentos, pero es inabordable para mí, el otro. 

Estoy sola de toda soledad en esto que me cuento me sucedió o me sucede. Todos lo estamos. Pero eso no es lo más dramático. Lo más desesperante es que para seguir adelante, me fundo en mi relato como si fuera real. Y no lo es. Toda historia tiene una base de barro que se derrite con la lluvia de los días.

Pero esta vez, en este septiembre alejado, frente a los mismos interrogantes, algo extraño sucederá. Las mismas preguntas sin respuesta se desprenderán por un instante de su esclerótico encandenamiento y se asociarán en un orden nuevo. Ya no involucran solo a esas vivencias dolorosas sino a toda su vida, desde los septiembres sin memoria de su infancia hasta el que ya no verá. El pensamiento se llena súbitamente de una comprensión sin respuestas. Carmela no entiende por qué entiende, en realidad.  La lucidez la hiere con una epifanía inesperada, en septiembre y en Paris, pero podría ser también en otro lado y en otra época del año. 

Ella de pronto ve, y ve que es bueno, más aun, que todo era bueno, y había sido hasta perfecto. La trama es uniforme y blanda, aun con los agujeros insondables que siempre tuvo. No se dará cuenta tampoco de que ahora era bueno y perfecto porque sencillamente había aceptado alguna cosa. Pasó el carozo y no sé muy bien cómo, se dirá maravillada. Aceptar podía ser una manera de comprender, una forma superior de entendimiento, una especie de iluminación. Era una lástima que uno no pueda aceptar algo a voluntad; una pena que tampoco pudiera eso explicarse. 

Ya se ocuparía otro día de escudriñar si había habido o no algún elemento inadvertido que desencadenara tal serenidad luminosa que parecía revestirlo todo. Su pensamiento nada un rato en esas aguas mansas y le parece que en su habitación hay como un olor de estreno, una dimensión inaugural. Ya no es éste un tiempo agorero, sino sagrado, un fuera del tiempo más bien, que contiene todas las cosas, todas las imágenes y las voces, con todos sus interrogantes que no molestan, un tiempo propicio para la refundación anual, acaso cósmológica, de ese pequeño planeta llamado Carmela.


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