Ya no hubo desprendimientos después del último, allá por los años en que Carmela ya estaba casada con Eduardo y esperaba su segundo hijo. Ese que perdió quién sabe por qué, nadie se lo explicó nunca, porque hay razones médicas, pero que no explican lo sustancial de las pérdidas, o sea, por qué hay que perder algo que uno ha cuidado tanto.
Había tenido muchos de esos falsos sueños que la ponían tan nerviosa por no poder controlarlos. Había aprendido a identificar cómo empezaba el asunto: como un cosquilleo en las manos mientras se iba quedando dormida, como si pesara cien kilos, se hundía en el colchón de puro cansada que estaba de correr el día entero con Delfina chiquita, el trabajo, la limpieza de la casa. Aprendió a evitarlos también, apenas empezaban, dándose una vuelta violenta en la cama que rompía el hechizo y alarmaba a Eduardo que grunía por qué demonios tenés que moverte tanto y pegarme patadas, además. Pero aun así, había veces, en que la sensación de hormigueo volvía y muy pronto andaba su cuerpo, supuestamente celeste, dando bocanadas para no despegarse del único cuerpo que a ciencia cierta conocía.
Había consultado el tema y alguna amiga, una que hacía yoga y estaba en esas cuestiones orientaloides que tan difícilmente cuajaban en su planeta aburguesado, le comentó que muy probablemente no era un sueño lo que tenía sino un desprendimiento astral. Y le dio un libro de Shirley McLaine que Carmela interrumpió a la tercera página. Ese abandono de lo que consideraba una soberana estupidez, fue contemporáneo, justamente, a la última pesadilla. Estaba, como dije, embarazada de un hijo que no llegaría a tener, y cómodamente instalada en una bonita casa de tres pisos que nunca terminaba de decorar, con un auto propio en el garaje y un ovejero en el jardín con piscina. Una vida amable y previsible, alejada de la pintura y las disquisiciones intelectuales y cercana al paddle de los fines de semana en un club tan selecto como aburrido.
El mundo exterior, fuera del perímetro del barrio cerrado en que vivía, era un decorado a veces incómodo de contemplar con el que solamente tomaba contacto a través de los libros, donde las miserias y la muerte eran cuestiones que le pasaban a otros, seres todos de ficción parecidos a esos reales que decían habitaban a mil metros del parrillero de su casa. Carmela no miraba la televisión ni leía periódicos, y los cuentos de los pequeños padecimientos ajenos que venían de bocas amigas, todas jóvenes todavía, eran la porción necesaria de amargura para compartir y mitigar el pudor que sentía por tener una vida tan fácil
Después de ese vuelo de cortísimo alcance, en el que Carmela se vio los propios brazos como haces de luz y alcanzó a sentarse en la cama mientras se dejaba seguir durmiendo a las espaldas, qué locura era ésa y qué ese imán en las cervicales que la inmovilizaba y le impedía salirse de sí misma, pero sí cayó de costado al piso alfombrado de su cuarto, cayó es un decir porque ella seguiría en su cama y lo que fuera no pudo darse vuelta y mirarla, pero eso que también era ella, sin duda, vio, debajo de la cama, el papel de caramelo Sugus que habría deslizado seguramente su hijita Delfina; después digo, de esa batalla infructuosa por dejarse ir, a ver qué sucedía, ya no hubo naufragios corporales, desdoblamientos ni asfixias. Había exorcizado su voluntad subconciente de dividirse para observarse, porque bien posicionada estaba ya en la vida real, el espejo le devolvía una imagen conocida y eso le alcanzaba.
No hay comentarios:
Publicar un comentario