Vericueto : Lugar o sitio áspero, alto y quebrado, por donde no se puede andar sino con dificultad.
Decir: Manifestar con palabras el pensamiento.

Bienvenidos a mi nuevo intento, el último quizás, de contar esta historia. Esto es un laboratorio de escritura, que quede claro. Publico según escribo, sin revisión ni corrección, con lo cual no es improbable que haya contradicciones o incongruencias, idas y vueltas, en fin, como en la vida.

viernes, 15 de abril de 2011

Vericueto 21: Mudanzas

Meme, metida en su cama, ceño fruncido y brazos cruzados, negándose a levantarse. Conservate en el lugar, donde empezó tu existencia… Y el viejo, que le decía que saliera de ahí de una vez, que ya habían llegado los de la mudadora para cargar las cosas… Vaca que cambia querencia, se atrasa en la parición…. Meme mascullando los versos, empacadísima. No quería dejar esa casa que había sido suya desde que tenía memoria. Tendrán que sacarme con cama y todo. Era graciosa la abuela.
Aquella mudanza, la primera que recordaba, había sido un verdadero trastorno. La furia purgatoria que la familia ganaría con los años era débil todavía (o Meme muy fuerte) y sus padres se llevaron hasta la última caja de fósforos para la casa del Bajo que siempre fue demasiado chica para los muebles enormes de los bisabuelos.
Después, la vida la acostumbró a esos sobresaltos habitacionales, que fueron perfeccionando el arte de desechar y rematar, porque sus padres cambiaban de casa, de barrio, de muebles, con frecuencia, llevados por los vaivenes económicos a veces, por el puro gusto de renovar, otras. Meme interpretaba, cada vez, su escena del Martín Fierro, hasta que murió, por el tiempo en que cursaban el apartamento de la capital, ése que tanto le gustaba a mamá, y se mudaron las dos, Meme y su madre, definitivamente, a la bóveda familiar en el cementerio de San Martín. O no tan definitivamente, en realidad, porque unos años después, el vejestorio de cemento se sobrepobló de tíos y primos con más derechos de estadía y hubo que mudarlas a un cementerio jardín de las afueras.
Carmela pensaba en eso, mientras revolvía los roperos de su propia casa, la tercera desde que estaba casada, para descartar todo lo que no se llevaría. Había adquirido una enorme destreza para deshacerse de objetos y ya no le causaba pena ni enojo regalar libros, ropa, discos, cuadros, ni tirar a la basura las pesadas carpetas del jardín de infantes de los chicos o las tacitas viudas de plato de su primera vajilla, con las asas quebradas que nunca encontró el momento de pegar. Todo lo que quedó sin su par, asimétrico, huérfano, abollado, vencido, se va al tacho. Y allá  fueron cucharas, candelabros, bolígrafos con poca tinta, fascículos sueltos de colecciones nunca continuadas, medicamentos que ya no curaban, relojes despertadores que ya no despertaban, en fin, cosas a medias.
Menos los diarios íntimos, por supuesto. No esos doce cuadernos de letra desigual, de dibujos, fotos y pegotines que habían empezado a desprenderse, aunque registraran de manera incompleta tanta insignificancia desde los trece años. Carmela releyó al azar algunas páginas y se asombró de sí misma, de la que había sido alguna vez. Le costó reconocerse y eso que no hacía tanto tiempo. Yo no creo que lo hiciera de sentimental, como dijo ella. Los acomodó en la caja de las cosas que no iba a tirar, porque, al fin y al cabo, aunque contaran a medias, esos cuadernos testimoniaban mucho de la edad ligera. Y aunque ella no tuviera mucho drama en hacer de las mudanzas una costumbre, algún hilo tendría que conservar para no perderse en el laberinto de los cambios. 

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